Soy un indio blanco de la ciudad.
Mi color no esconde mi rabia.
Esta se ve en mis huesos tristes:
cabeza redonda, pequeño, piel blanca.
Llegué acá caminado
desde una montaña en Herradura.
Mi abuela heroica cazaba en la selva,
paría esperanzas perdidas.
Mi abuelo fumaba su propio tabaco.
Hacia puros gigantes.
El saco de gangocha lo viste a él y a todos sus hijos.
El cemento, los barrios, los bares son mi selva.
Mis vecinos viven en casas alquiladas.
No tenemos nada.
Tenemos fuerza, hambre, odio y vidas precarias.
Vivo en un colonia moderna.
Una mirada de odio de 300 años
se refleja en miles de buses
que salen de las fábricas,
de edificios gigantes llenos de oficinas.
Nunca pensaron los conquistadores
que los espíritus colonizados son inmortales.
Donde hay dos hablando, está ahí presente.
Venimos de fosas comunes en Guayabo,
nadamos en ríos de sangre por trabajo.
El indio rebelde de Talamanca está vivo en mí.
Nos hicieron obreros con látigos e insultos.
El obrero tico es el indio colonizado de América.
Hombre sin tierras, sin fábricas.
Sin vida, rabioso de venganza milenaria.
Tiene en su espalda un millón de derrotas.
Construido en bases sólidas:
a punta de caballos y perros,
cuchillos, bombas y torturas.
Nos escondidos montaña arriba,
barrio abajo, entre los puentes.
Resistimos.
La vida que se resiste a morir
es la humanidad más avanzada.
Matará al capitalismo
y nos devolverá la historia humana.
Mataremos hasta el último asesino.
Los de cuello blanco y traje verde.
Lo borraremos con amor de vida.
Sacaremos armas letales,
que no se detienen con fuego,
ni con la mentira de la iglesia.
Les quitaremos el banco de lágrimas.
El oro de las bóvedas.
Seremos los hijos del mañana,
amigos, hermanos del mundo.
El indio de América, de Europa, de Asia,
amarillo, blanco, negro, gris, azul.
El indio que nace mañana, se da cuenta
que la revolución mundial está cerca.