Retroceder

José Lezama Lima

I
 
Retrocedo hasta el borde de la piedra,
donde termina con ojos prestados
y solares. Abrir los ojos es romperse por el centro.
Retrocedo hasta donde la piedra se cierra.
Allí donde la piedra se duerme sobre la mesa.
Una mesa patas arriba, una mesa que camina
como un reloj y de pronto lanza su reojo.
Con excesivo trabajo roedor
llevo la piedra a la humedad de la esquina.
La piedra resbala por mi espalda,
se divierte al rozar la oreja.
Del cuarto he salido al acantilado.
Allí me encuentro con un ciervo
que raspa con los cuernos el cielo
apuntalado entre dos estacas temblorosas.
El ciervo lame la mesa de lectura,
rompe el cristal con estampas polares.
Cuando lo voy a acariciar queda
un vacío barbado.
Absorto por el acantilado sin pensar
que puedo encontrar un pañuelo
con iniciales de encías sanguinolentas.
Se detiene, se esconde un cangrejo gigante.
Es la misma mesa con la piedra.
La piedra que inaugura su respiración en la esquina.
 
II
 
La cornamenta difusa
suda tinta, la tinta escrituraria
que forma parte de la noche.
Oh, fragmento barrido por un aguacero
que envuelve los bultos al saltar
de un barril a las losetas del suelo.
La tinta los lleva a retroceder
a los agujeros que se saltan
y a un cansancio inapresable,
que se escapa con grandes risotadas.
Todo allí está roto, con soplos arenosos,
con fondos de botellas que se clavan
en la cornamenta difusa,
y allí surge como una anémona
que tiene el secreto nocturno de la apertura
que domina la casa del pescador ciego.
Con su aire que gira hacia el poniente,
hacia el último retroceso carnal,
los crepúsculos del calamar,
los corpúsculos del camarón sobre la lentitud de la lengua.
Retrocedemos, pero las lianas se entreabren
y surgen los ojos que llenan el espacio
de una raya ígnea, mientras la otra mitad solar,
las camisetas con sus himnos de tijeras y lunares,
van dejando caer una gota sobre la flor decapitada.
Retrocedemos para guardar esa gota.
Retrocedemos para guardar la camiseta.
 
III
 
¿Qué encontraremos en aquel confín?
Allí donde las moscas desprecian
el humor de la tierra, las vueltas
impasibles sobre la almohada inapresable.
Un río arrastra un brazo con un pájaro,
resbala allí como en una canal fangosa.
Es el brazo que abría la casa en la colina,
era el pájaro maestro del polen del girasol.
El golpe de una nube aleja más la casa,
sus techos fueron reemplazados por grandes carcajadas.
Esas risotadas en una casa sin techo
son los buitres, pero la piedad de las nubes
sopla ligeramente su sombrero sobre la casa
y la quiere envolver en cintas dominicales.
Allí he tenido que retroceder, el gamo
que apuntalaba el cielo no puede aparecer
frente a la casa levantada por el humo.
¿Qué podía esperar? ¿Dónde apoyar
siquiera un dedo en el polvo?
Ya no podía retroceder más. Entonces sentí
la respiración primaveral de la almeja. Una
muchedumbre silenciosa se apeó de sus caballos ciegos.
El rey Arturo besa la serpiente.
 
                                                    Junio y 1972.
 
 
José Lezama Lima, “Fragmentos a su imán (1977)”, en Poesía completa, ed. César López (Madrid: Editorial Sexto Piso, 2016), 699-702.