Baleado por tu pequeño reloj

Laverne

Hoy me senté junto a mí,
y lo vi como aniquilado,
tenía huecos luminosos
que reflejaban una interrogación,
una serie de asuntos imposibles,
se veía transparente por el cuerpo baleado.
 
Así estaba la cáscara.
Yo tenía todas las señales corporales,
la mente en los argumentos,
en las expresiones,
en la forma en como crispa
la síntesis de nuestras reuniones,
esos momentos en donde
queremos sumarnos
a los puntos necesarios.
 
Pero la materia nos escupe los sueños.
En realidad, estoy estallado en el desierto.
Solo tengo gratis el calor y la soledad.
 
Por ejemplo, el reloj.
Diminuto tiempo que te empuja
a salir por los tejados,
yo sin dueño voy detrás de ti,
soñando la atención interna,
hablándote de los momentos imposibles
con la impotencia de la mortalidad del tiempo.
 
Vos viendo el diminuto reloj.
 
Y te vas, y llega el tiempo de la rutina,
cuando se oxidan preguntas,
cuando el deseo se transforma
en necesidades corporales
y no más en situaciones
conspirativas del futuro,
de intercambios visuales.
 
Yo, como una piedra diminuta,
me enredo en tus zapatos,
me incrusto en la mugre,
y soy pisoteado en los avances,
hasta que me desprendo
por la inercia del movimiento,
y caigo en medio de tu camino.
 
Solo espero la lluvia
para moverme por los caños,
para llegar a los flujos de las alcantarillas,
nadando entre botellas plásticas,
siguiendo el camino de la ciudad.
 
Vuelvo a ver mi cuerpo,
el que tengo al lado,
y vuelvo a ver los huecos luminosos,
pero ahora están salpicados con barro,
y huelen un poco mal.
 
Decido ayudarme:
meto mi mano que atraviesa de lado a lado,
y siento calor en el otro extremo:
¿será el infierno?, ¿serán los recuerdos?
Le tiro escombros,
para llenar el espacio,
luego con una cinta metálica,
lo envuelvo como un dedo de momia.
Aún se logra ver destellos de soledad,
entonces decido rosearlo con desechos de café,
para ver si se apaga la luz.
 
Ahora ya puede caminar sin ser notado,
yo como amigo de mi mismo,
le acompaño al bar,
lo chineo con puros y whiskies,
le ayudo a firmar sus tarjetas,
también, para que me invite,
le refresco los momentos melancólicos,
necesito darle motivaciones de inspiración,
tiene que escribir con sangre,
quiero escuchar sus lamentos en versos,
ojalá los irreverentes.
 
Le vuelvo a contar sobre las tres noches largas,
con lujo de detalles, ambos vivimos los momentos,
le cuento sobre la triangulación de fuentes,
que materializan una parte de la imaginación,
veo como la cinta vuelve a un estado precario,
va desprendiéndose, en parte por el alcohol,
se filtra por las aberturas de los balazos,
pienso que puede estallar su cuerpo,
por aquello le pongo agua al whisky,
ahora más tranquilo,
le ayudo con un poco de esperanza.
 
El tipo está inspirado, pero moribundo.
 
Vuelve a su mente la imagen del diminuto reloj,
que marcaba casi media noche,
siente el zumbido en su oreja
y la mano en su espalda,
escucha las palabras y piensa: adiós.