QUE HACER, estonces,
en ese trance pavoroso y duro,
en ese minuto de sombras desatadas,
sin furia sin coraje, sin valor para nada,
sin nunca más un latido
para llamarle desde el refugio del dolor,
sin fuerzas ya para siquiera hacerle señas
desde un rincón pequeñito de nuestra agonía.
Y fue ayer, ayer no más,
cuando una furibunda espada de luto y amargura
mordió su corazón -que nada en paloma y en rocío.
Quisiera decir que desde entonces,
la patria que nutrió de tierra el árbol de sus años,
es una tumbó de miedo y de silencio.
Quisiera decir que para siempre
están los pobres sin amigo,
sin hermano el obrero y su prole
sin risa el niño,
sin bastón el anciano,
sin historia la madre acongojada,
sin sombra venerable el indio triste,
sin palabras de luz el hombre ciego.
Quisiera recordar el espanto
que su muerte trajo a nuestra choza horrenda.
El espanto y la pena.
Y esa herencia de caídas tenaces una tras otras,
de suplicios inmensos como las punas de la pobreza..
Y ese golpe ciego, contumaz en la desgracia,
vestido de adioses torrenciales,
llovido con la ceniza de las muertas despedidas.
Así un día y otro. La nación como un sollozo.
La soledad como una tumba
de extraviados huesos peregrinos.
Así el sinsabor cotidiano,
la lenta muchedumbre de los recuerdos enjuiciados,
y la queja amarga, funeral súbitamente,
arrastrando sus heridas por el suelo;
y el reproche lastimoso que corría a gritos
por las paredes del corazón,
que se quedaba mirando desde el barro de los ojos
y desde allí lloraba por los caminos.
Cuánta palabra sin su pañuelo de alba.
Cuánta bandera perpleja y sin su luz despierta.
Cuánta tiniebla en el patio de los lamentos,
evocando su paso, la conciencia de su mandato
recto y valedero.
Y qué hostiles las letras húmedas de la ternura
que ahora amenazaban desde el nocturno territorio
de los días aciagos sin fortuna.