I
Has muerto camarada
en el ardiente amanecer del mundo.
Y brotan de tu muerte,
horrendamente vivos,
tu mirada, tu traje azul de héroe,
tu rostro sorprendido entre la pólvora,
tu manos, sin violines ni fusiles,
desnudamente quietas.
Has muerto. Irremediablemente has muerto.
Parada está tu voz, tu sangre en tierra.
Has muerto, no lo olvido.
¿Qué tierra crecerá que no te alce?
¿Qué sangre correrá que no te nombre?
¿Qué voz madurará de nuestros labios
que no diga tu muerte, tu silencio
el callado dolor de no tenerte?
Y brotan de tu muerte,
horrendamente vivos,
tu mirada, tu traje azul de héroe,
tu rostro sorprendido entre la pólvora,
tus manos sin violines ni fusiles,
desnudamente quietas.
Y alzándote,
llorándote,
nombrándote,
dando voz a tu cuerpo desgarrado,
sangre a tus venas rotas,
labios y libertad a tu silencio,
crecen dentro de mí,
me lloran y me nombran,
furiosamente me alzan,
otros cuerpos y venas,
otros abandonados ojos campesinos,
otros negros, anónimos silencios.
II
Yo recuerdo tu voz. La luz del Valle
nos tocaba las sienes,
hiriéndonos espadas resplandores,
trocando en luces sombras,
paso en danza, quietud en escultura
y la violencia tímida del aire
en cabelleras, nubes, torsos, nada.
Olas de luz, clarísimas, vacías,
que nuestra sed quemaban como vidrio,
hundiéndonos, sin voces, fuego puro,
en lentos torbellinos resonantes.
Yo recuerdo tu voz, tu duro gesto,
el ademán severo de tus manos;
yo recuerdo tu voz, voz adversaria,
tu palabra enemiga,
tu pura voz de odio,
tu tierno, fértil odio,
que hizo a la tierra arder,
crecer al hombre en puños como frutos,
puños de combatiente y camarada.
Tu corazón, tu voz, tu puño vivo,
detenidos y rotos por la muerte.
III
Has muerto, camarada,
en el ardiente amanecer del mundo.
Has muerto cuando apenas
tu mundo, nuestro mundo, amanecía.
Llevabas en los ojos, en el pecho,
tras el gesto implacable de la boca,
un claro sonreír, un alba pura.
Te imagino cercado por las balas,
por la rabia y el odio pantanoso,
como tenso relámpago caído,
como blanda presunción del agua,
prisionera de rocas y negrura.
Te imagino tirado en lodazales,
caído para siempre,
sin máscara, sonriente,
tocando, ya sin tacto,
las manos de otros muertos,
las manos camaradas que soñabas.
Has muerto entre los tuyos, por los tuyos.
Octavio Paz en Francisco Montes de Oca (editor), Poesía Mexicana (México DF: Editorial Porrúa, 2006), 350-352.