Estoy en la primera esquina de la mañana,
miro a todas partes y comprendo que no es la nada
con su abrigo de escarcha.
Es la mañana de las espinas,
me detengo con la respiración entre dos piedras.
Contemplo un hombre saboreando una espina de pescado.
Brillan como la luna, las espinas, los dientes,
las uñas.
El pescado vuelve hundirse en el bolsillo hundido.
¿Las espinas del pescado
serán la primera forma en que se hace visible la nada?
¿La espina tocada por la luna es la nada?
Paso a la otra esquina,
una muchedumbre de ciempiés va brotando en una oficina
destartalada. Las voces se confunden
y llegan al oido como una última ola.
Un gordezuelo se dirige a mi rincón.
No puedo decir si me habla.
La nada se agitaba en mi boca
como un bulto forrado,
como una papilla que crecía
como si quisiera salir por la nariz.
Mascar, el buey de nieblas, la nada.
La esquina se llenó lluvia.
Descendía el agua por una escalera,
rectificaba sus pisadas.
Comencé a subdividirme con la lluvia.
El buey de nieblas levantaba el farol de la esquina.
La lluvia le prestaba guedejas,
como un rey asirio con su arco de plata.
La lluvia era el pestañeo de la nasa,
reaparecía como el dedo gordo del mago.
En la otra esquina se oyeron
los pitazos de un tren.
El tren penetró en su bolsillo,
era una culebra de madera.
Después el tren se colgó
del farol de la esquina,
tapado con el cuero del buey.
El que traía el acordeón,
como siempre, comenzó a hermanarse
con el farol movido por la lluvia.
Venía disfrazado, emparentado el buey de nieblas.
La nada como espina de un cuerpo desconocido.
Lo sorprendí, también hundía las espinas
de pescado en los bolsillos hundidos.
Mayo y 1973
José Lezama Lima, Poesía completa (Coyoacán: Editorial Sexto Piso S.A., 2016): 716-8.