Los últimos días del sitio de Tenochtitlan

Y todo esto pasó con nosotros.
Nosotros lo vimos,
nosotros lo admiramos.
Con esta lamentosa y triste suerte
nos vimos angustiados.
En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
 
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando la bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.
 
Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red agujeros.
Con los escudos fue su resguardo,
pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.
 
Hemos comido palos de colorín,
hemos masticado grama salitrosa,
piedras de adobes, lagartijas,
ratones, tierra en polvo, gusanos...
 
Comimos la carne apenas,
sobre el fuego estaba puesta.
Cuando estaba cocida la carne,
de allí la arrebataban,
en el fuego mismo, la comían.
Se nos puso precio.
Precio del joven, del sacerdote,
del niño y de la doncella.
 
Basta: de un pobre era el precio
solo dos puñados de maíz,
solo diez tortas de mosco;
solo era nuestro precio
veinte tortas de grama salitrosa.
 
Oro, jades, mantas ricas,
plumajes de quetzal,
todo eso que es precioso,
en nada fue estimado...
 
Ms. Anónimo de Tlatelolco (1528)