¿No sería deseable recibir una comunicación del más allá, con la hora y el día exacto de nuestra muerte, eso, y un revólver invisible? Los señores médicos lo hacían mientras creyeron en la ciencia de las generalidades, pero el más acá les llevaba, con harta frecuencia, la contraria. Desde que, como ahora, sólo hay enfermos individuales, dejaron, por lo mismo, de existir los pronósticos. La ciencia de lo particular no los ha perjudicado, como lo temían, ni ha disminuido su poder dogmático de Cuerpo. Todo lo pueden hogaño, menos fijar ese día y esa hora. Cualquier profesión, por lo demás, de uso público, disminuye el riesgo de equivocarse al desligarse de la magia, en proporción inversa al crecimiento de su complejidad y popularidad.
Si por otra parte la comunicación con el más allá no se equivocara la par de los galenos de la antigüedad, en el mismo punto, sería, quizá, altamente perjudicial.
La enfermedad imita a la vida. Este fenómeno se patentiza, hasta la alucinación, en el llamado . La vida no puede imitar a la muerte, por mucho que agonice patéticamente, menos en tal caso.
De los dos, la imitación de la vida es el mejor espectáculo.
Enrique Lihn, Diario de Muerte (Santiago: Editorial Universitaria, 1989), 18.