Profesión de fe epicurea de Heinz Widerporst

Schelling

Verdaderamente no podía aguantar más,
necesitaba volver de nuevo en mi,
recobrar todos mis sentidos.
Pensé, por ello, en deshacerme
de las altas doctrinas supraterrenales
a las que por fuerza me querían convertir.
Volver a ser de nuevo alguien
que tiene médula, sangre, huesos y carne.
No se cómo pueden incitar
a que se hable y escriba de religión.
Yo no tengo ganas de abismarme en tal materia;
prefiero que se arrebotinen en ella
antes que dejarme embotar, por espíritus superiores,
entendimiento y sensibilidad.
Sostengo, por el contrario, que en esta vida
solo es real y verdadero
lo que se puede tocar con las manos,
lo que para su comprensión
no requiere ayuno ni penitencias,
ni forzadas mortificaciones.
 
Reconozco que cuando hablaban con tanto ceño
quedé, por un instante, perplejo,
y como si pudiese entender de ello,
leí tanto Discursos como Fragmentos.
Quise entonces, realmente, convertirme,
abandonar vida y obra ateas;
esperaba, incluso, para escarnio del diablo
hacerme Dios a mi mismo;
y ya me había abismado de golpe y porrazo
en la contemplación del Universo,
cuando mi buen sentido me hizo notar
que estaba en el camino equivocado.
Debía volver al antiguo carril,
no dejarme engañar.
Y no fui perezoso para hacerlo.
Pero yo no era el viejo Saul;
para expulsar los grillos
que aún me cantaban en la cabeza
necesitaba reconstituir completamente mi cuerpo;
y me hice traer vino y carne asada.
Lo cual me fue de gran provecho
pues volví enteramente a mi naturaleza
y pude ir de nuevo con mujeres.
Lo veía todo ya claramente,
por lo que, muy regocijado,
al punto me senté a escribir.
 
Así discurría en mis más íntimos pensamientos:
nunca dudes de la fe,
que te sostiene en el mundo
y mantiene juntos cuerpo y alma,
aunque no puedas demostrarla
ni reducirla a conceptos.
Ellos hablan de la luz interior,
hablan mucho pero nada prueban
y llenan su boca con grandes palabras.
Ni es crudo ni es cocido,
parece ficción y fantasía,
pero es la destrucción de toda poesía.
No saben proferir ni decir más
que sienten y padecen estas cosas.
Por eso quiero yo también confesar
cómo las siento arder en mi,
cómo me inflaman todas las venas.
Mi palabra vale tanto como cualquiera.
En buena y en mala hora
me encontré  perfectamente
desde que me di cuenta
de que la materia es la única verdad,
protectora y abogada de todos nosotros,
padre legítimo de todas las cosas,
elemento de todo pensamiento,
principio y fin de todo saber.
No me preocupa lo invisible,
me atengo sólo a lo manifiesto,
a lo que puedo oler, gustar y tocar,
y penetrar con todos los sentidos.
Mi única religión es ésta:
amar una hermosa rodilla,
senos turgentes y talle esbelto,
con flores de dulces perfumes;
gozar plenamente de todo placer,
consentir dulcemente a todo amor.
Pero si tuviese que elegir otra
(aunque puedo vivir sin ninguna más)
podría gustarme de entre todas
solamente la católica,
tal como era antiguamente,
cuando no había disputas ni querellas
y todos estaban a partir un piñón.
No buscaban proezas lejanas
ni dirigían su curiosidad al cielo;
tenían por dioses a monos vivos
y la Tierra era el centro del mundo.
Roma era el centro de la tierra,
y allí residía el Vicario
cuyo cetro gobernaba al resto del mundo.
Allí laicos y clérigos, todos juntos,
vivían como en el país de Jauja.
Incluso en el cielo
se llevaba una vida disipada,
y diariamente se celebraban las nupcias
entre la Virgen y el Viejo.
Allí arriba gobernaban las mujeres la casa
Y, como aquí abajo, llevaban la batuta.
Con gusto me reiría de todo esto
sacando buen provecho.
Pero las cosas se han vuelto del revés.
Es una ignonimia, es una vergüenza,
como por todas partes hoy
se ha llegado a ser tan razonable
que se hace necesario pavonearse con moralidad 
y presumir con bellas sentencias.
Hasta los jóvenes, por todas partes,
se empachan con la virtud
e incluso un Cristo cristiano-católico
vale tanto como otro cualquiera.
Por eso reniego de toda religión;
ya no me satisface ninguna.
No voy ni a misa ni al sermón.
He abandonado toda fe,
excepto la que me conduce,
la que me lleva al sentimiento y a la poesía,
la que alcanza diariamente al corazón,
con su eterna actividad,
con su continua transformación,
sin pausa ni tardanza.
Es un secreto a voces,
un poema inmortal
que habla a todos los sentidos;
de tal modo que no puedo creer ni pensar
sino lo que ella me hunda en el pecho;
ni tener por cierto y justo
sino lo que ella me haga evidente.
Grabado en sus profundos surcos.
debe permanecer oculto lo que es verdadero;
lo falso nunca puede penetrar en ella,
ni de ella ser extraído.
Nos habla a través de imágenes y formas
sin esconder su propia interioridad,
pues a partir de las cifras restantes
podemos descifrar el secreto;
pero nada podemos concebir de nuevo
que no nos haga tangible.
Por ello, si una religión es verdadera
debe penetrar en las piedras y el musgo 
en las flores, los metales y en todas las cosas,
en el aire y en la luz,
en todo lo que es elevado y profundo;
debe revelarse en jeroglíficos.
Con gusto me arrodillaría ante la cruz
si pudiéseis mostrarme un monte
donde, a ejemplo del cristiano,
hubiese construido la Naturaleza un templo
que ostentase en lo alto elevadas torres,
con grandes campanas y agujas magnéticas colgando
y en las naves, sobre los altares,
crucifijos de piedras preciosas;
y en los sagrados manteles de ribetes dorados
cálices de plata y custodias,
y todo lo que adorna a los oficiantes,
capuchinos petrificados.
Pero como hasta la fecha
no existió un monte tal,
no me dejo engañar
y persevero en el ateísmo
hasta que venga alguien
y me ponga la fé a mano,
lo que seguramente no ocurrirá.
Por ello quiero continuar así
aunque viva hasta el día del Juicio,
al que tampoco llegará nadie.
Creedme, el Mundo ha existido desde siempre
Y no se pudrirá jamás.
Me gustaría saber, cuando deberá arder
con toda la leña y rastrojos
con que quisieran atizar el infierno
para macerar y cocer a los pecadores.
Pero como estoy libre de todo temor,
sano de cuerpo y alma,
en vez de gesticular y hacer el fatuo
prefiero confiar en el Universo
y, en el azul profundo y claro
de los ojos de mi amada, naufragar.
Tampoco me espanta el Mundo
pues lo conozco por dentro y por fuera.
Es, en realidad, un animal perezoso y doméstico
que ni me amenaza a mi ni a ti,
pues, sometido a leyes necesarias,
permanece tranquilo bajo mis pies.
En su interior hay, sin duda, un espíritu gigante,
pero, con todos sus sentidos petrificados,
no puede salir de la estrecha coraza,
ni forzar la férrea prisión.
Aunque agite a menudo las alas,
se mueve y se arrastra pesadamente.
En todas las cosas, vivas y muertas,
suscita poderosos impulsos hacia la conciencia.
De ahí proviene lo cualitativo en las cosas
pues, desde dentro, hace brotar y florecer
la fuerza que forma los metales,
que hace germinar los árboles en primavera
y que por todas las esquinas y rincones
busca elevarse hacia la luz.
No se deja rendir por la fatiga.
Ya se lanza hacia lo alto,
alargando sus miembros y órganos,
ya los encoge y acorta
y, mediante giros y rodeos,
busca encontrar adecuada figura y forma.
Y así luchando con pies y manos
contra el elemento adverso,
aprende a triunfar en un pequeño espacio,
donde alcanza, finalmente, la conciencia.
Encerrado en un enano,
de hermosa figura y talle erguido,
que la jerga llama género humano,
el espíritu gigante se encuentra a sí mismo.
Del largo y pesado sueño despierto,
apenas se reconoce a si mismo.
Completamente estupefacto ante si,
con ojos desorbitados se saluda como si fuese extraño
Querría, con todas sus fuerzas,
disolverse otra vez en la gran Naturaleza;
pero una vez separado
no puede ya volver.
Pequeño y oprimido, permanece de por vida
en su propio gran Mundo, solitario.
Tan solo, en sus pesadillas, teme
que el gigante despierte encolerizado
y, como el viejo dios Saturno,
en la ira devore a sus hijos.
No sabe que él es esto mismo;
por no acordarse de sus orígenes
se atormenta con fantasmas,
cuando podría decirse a si mismo:
yo soy el Dios que ella alberga en su seno,
el espíritu que se mueve por todas partes.
Desde las oscuras fuerzas del primer eslabón
hasta el brotar de la primera savia,
donde la fuerza genera fuerza y materia la materia,
donde nacen el primer capullo, la primera flor;
hasta el primer rayo de luz
que, como una segunda creación irrumpe en la noche,
iluminando el cielo noche y día
desde los mil ojos del Mundo;
hasta la fuerza juvenil del pensamiento
donde la Naturaleza, rejuvenecida, vuelve á crearse,
hay una sola fuerza, un solo impulso, una vida,
un despliegue de avance y retroceso.
Por eso nada me resulta tan odioso
como que alguien que se tiene por foráneo,
vaya pavoneándose por el mundo,
llenando su boca con malos discursos,
acerca de la esencia de la naturaleza.
Se cree uno de esos privilegiados
que pertenecen a una estirpe especial,
de singular sensibilidad y espiritual linaje,
y consideran extraviados a todos los demás.
Habiendo jurado odio eterno
a la materia y a sus obras,
se conforta, en cambio, con imágenes
y habla de la religión como de una mujer
a la que sólo se permite contemplar en forma velada,
para no sentir deseo carnal.
 
Por eso utiliza abundantes palabras vaporosas.
Se siente omnipotente,
se cree portador en todos sus miembros
del nuevo Mesías aún nonato,
elegido, por decreto suyo,
para reconducir al redil
a los pobres pueblos, grandes y pequeños,
a fin de que cesen de hostigarse
uniéndose como buenos cristianos;
y para cumplir lo que él ha profetizado.
No son ciertamente de naturaleza magnética,
pero sí rozan a un auténtico espíritu,
lo que de su fuerza perciben
se imaginan haberlo producido ellos mismos,
y  creen que pueden señalar el Norte.
Pero solo saben aconsejar mal,
y hablar de trabajos ajenos,
entrometerse en todo,
sacudirse pensamientos entre sí.
Creen destilar mucho espíritu,
pero sólo hacen estornudar,
irritar con su acidez al estómago
y quitar el apetito.
Aconsejo a todo el que los haya leído,
si quiere curarse en salud,
que se tienda en un sofá con una bella joven
y le explique la Lucinda.
 
Pero a ellos y a sus iguales
quiero hacer saber, y no callarme,
que escandalizaré con vida y obra
su piedad y santidad.
Su espiritualismo y su celestialidad,
en tanto aún me sea permitido
adorar la materia y la luz,
y con ellas la fuerza principal de la poesía alemana,
en tanto me quede prendido de unos ojos dulces
y me sienta rodear
por los únicos brazos amados,
y en sus labios me caliente,
en su melodía me arrulle,
y tanto penetre en su vida
que sólo pueda aspirar a lo verdadero,
menospreciando todo engaño y apariencia;
y que no puedan mis pensamientos
temblar como fantasmas aquí y allá,
pues tienen nervios, carne, huesos y sangre,
y han nacido libres, frescos y fuertes.
 
A los otros, sin embargo, mando saludos
y, a modo de conclusión, añado:
¡Váyanse al diablo
todos los rusos y jesuitas!
 
Tales cosas escribí yo, Heinz Widerporst,
en el bosque de la señora Venus
y al segundo llamado con este nombre,
de Dios aún mucho de mi simiente.
 
1799
 
 
F.W.J. Schelling, "Apéndice" en Manuel F. Lorenzo, La última orilla. Introducción a la Spätphilosophie de Schelling (Oviedo: Pentalfa, 1989), 271-86.