¿Y Fernández?

Roberto Fernández Retamar

A los otros Karamazov
 
Ahora entra aquí él, para mi propia sorpresa.
Yo fui su hijo preferido, y estoy seguro de que mis hermanos,
Que saben que fue así, no tomarán a mal que yo lo afirme.
De todas maneras, su preferencia fue por lo menos equitativa.
A Manolo, de niño, le dijo señalándome a mí
(Me parece ver la mesa de mármol del café Los Castellanos
Donde estábamos sentados, y las sillas de madera oscura,
Y el bar al fondo, con el gran espejo, y el botellerío
Como ahora sólo encuentro de tiempo en tiempo en películas viejas):
«Tu hermano saca las mejores notas, pero el más inteligente eres tú.»
Después, tiempo después, le dijo, siempre señalándome a mí:
«Tu hermano escribe las poesías, pero tú eres el poeta.»
En ambos casos tenía razón, desde luego,
Pero qué manera tan rara de preferir.
 
No lo mató el hígado (había bebido tanto: pero fue su hermano Pedro quien enfermó del hígado),
Sino el pulmón, donde el cáncer le creció dicen que por haber fumado sin reposo.
Y la verdad es que apenas puedo recordarlo sin un cigarro en los dedos que se le volvieron amarillentos,
Los largos dedos en la mano que ahora es la mano mía.
Incluso en el hospital, moribundo, rogaba que le encendieran un cigarro.
Sólo un momento. Sólo por un momento.
Y se lo encendíamos. Ya daba igual.
 
Su principal amante tenía nombre de heroína shakesperiana,
Aquel nombre que no se podía pronunciar en mi casa.
Pero ahí terminaba (según creo) el parentesco con el Bardo.
En cualquier caso, su verdadera mujer (no su esposa, ni desde luego su señora)
Fue mi madre. Cuando ella salió de la anestesia,
Después de la operación de la que moriría,
No era él, sino yo quien estaba a su lado.
Pero ella, apenas abrió los ojos, preguntó con la lengua pastosa: «¿Y Fernández?»
Ya no recuerdo qué le dije. Fui al teléfono más próximo y lo llamé.
Él, que había tenido valor para todo, no lo tuvo para separarse de ella
Ni para esperar a que se terminara aquella operación.
Estaba en la casa, solo, seguramente dando esos largos paseos de una punta a otra
Que yo me conozco bien, porque yo los doy; seguramente
Buscando con mano temblorosa algo de beber, registrando
A ver si daba con la pequeña pistola de cachas de nácar que mamá le escondió, y
de todas maneras
Nunca la hubiera usado para eso.
Le dije que mamá había salido bien, que había preguntado por él, que viniera.
Llegó azorado, rápido y despacio. Todavía era mi padre, pero al mismo tiempo
Ya se había ido convirtiendo en mi hijo.
 
Mamá murió poco después, la valiente heroína.
Y él comenzó a morirse como el personaje shakesperiano que sí fue.
Como un raro, un viejo, un conmovedor Romeo de provincia
(Pero también Romeo fue un provinciano).
Para aquel trueno, toda la vida perdió sentido. Su novia
De la casa de huéspedes ya no existía, aquella trigueñita
A la que asustaba caminando por el alero cuando el ciclón del 26;
La muchacha con la que pasó la luna de miel en un hotelito de Belascoaín,
Y ella tembló y lo besó y le dio hijos
Sin perder el pudor del primer día;
Con la que se les murió el mayor de ellos, «el niño» para siempre,
Cuando la huelga de médicos del 34;
La que estudió con él las oposiciones, y cuyo cabello negrísimo se cubrió de canas,
Pero no el corazón, que se encendía contra las injusticias,
Contra Machado, contra Batista; la que saludó la Revolución
Con ojos encendidos y puros, y bajó a la tierra
Envuelta en la bandera cubana de su escuelita del Cerro, la escuelita pública de hembras
Pareja a la de varones en la que su hermano Alfonso era condiscípulo de Rubén Martínez Villena;
La que no fumaba ni bebía ni era glamorosa ni parecía una estrella de cine,
Porque era una estrella de verdad;
La que, mientras lavaba en el lavadero de piedra,
Hacía una enorme espuma, y poemas y canciones que improvisaba
Llenando a sus hijos de una rara mezcla de admiración y de orgullo, y también de vergüenza,
Porque las demás mamás que ellos conocían no eran así
(Ellos ignoraban aún que toda madre es como ninguna, que toda madre,
Según dijo Martí, debiera llamarse maravilla).
Y aquel trueno empezó a apagarse como una vela.
Se quedaba sentado en la sala de la casa que se había vuelto enorme.
Las jaulas de pájaros estaban vacías. Las matas del patio se fueron secando.
Los periódicos y las revistas se amontonaban. Los libros se quedaban sin leer.
A veces hablaba con nosotros, sus hijos,
Y nos contaba algo de sus modestas aventuras,
Como si no fuéramos sus hijos, sino esos amigotes suyos
Que ya no existían, y con quienes se reunía a beber, a conspirar, a recitar,
En cafés y bares que ya no existían tampoco.
 
En vísperas de su muerte, leí al fin El Conde de Montecristo, junto al mar,
Y pensaba que lo leía con los ojos de él,
En el comedor del sombrío colegio de curas
Donde consumió su infancia de huérfano, sin más alegría
Que leer libros como ése, que tanto me comentó.
Así quiso ser él fuera del cautiverio: justiciero (más que vengativo) y gallardo.
Con algunas riquezas (que no tuvo, porque fue honrado como un rayo de sol,
E incluso se hizo famoso porque renunció una vez a un cargo cuando supo que había que robar en él).
Con algunos amores (que sí tuvo, afortunadamente, aunque no siempre le resultaran bien al fin).
Rebelde, pintoresco y retórico como el conde, o quizá mejor
Como un mosquetero. No sé. Vivió la literatura, como vivió las ideas, las palabras,
Con una autenticidad que sobrecoge.
Y fue valiente, muy valiente, frente a policías y ladrones,
Frente a hipócritas y falsarios y asesinos.
Casi en las últimas horas, me pidió que le secase el sudor de la cara.
Tomé la toalla y lo hice, pero entonces vi
Que le estaba secando las lágrimas. Él no me dijo nada.
Tenía un dolor insoportable y se estaba muriendo. Pero el conde
Sólo me pidió, gallardo mosquetero de ochenta o noventa libras,
Que por favor le secase el sudor de la cara.