Después de una gloriosa conferencia sobre una Rosa

Laverne

Vi la mesa, y quise vivir.
Estas ahí, simple y con el vacío
                      de un oscuro fortín,
que habla con un pedazo de roca
                     que declama versos para un arlequín.
 
Estuve tocando la pierna de una imposible
                 amada pensado en mis gatos ausentes,
pensando en como la presentación
                   me ensaña perros tristes,
amores nadando aguas de labios
aguas que tocan tu ausencia
en el hueco de mi cama
que visito todas las mañanas
cuando quiero delegar un reloj.
 
Pensé que ibas a explotar en la razón.
Pensé que podrías revivir las murallas.
Pensé que me iba sin un espejo roto.
Pensé.
 
Hoy, que aún siento difusos caminos de cervezas,
aun cuando quiero robar la amapola de tu tallo,
aun cuando siento pedazos de planetas en mi sazón,
veo como viejas constelaciones se sientan junto a preguntas
                          que aún no se pueden exponer en la punta de una bella flor.
 
Y estabas ahí. Solo tú y tu carne.
Y las palabras.
Y las viejas alegrías que se suicidan
                   en ideas inspiradas en amores tristes.
 
Y las palabras seguían siendo gloriosas
          en el silencio de tu espacio vacío
          en el hueco que dejaste cuando rompiste
          sueños dormidos en tu lado de la cama.
 
Yo tiré la piedra a ese pozo sin fondo.
Y me escuché tronar al fondo de mi alma.
 
Me vi, ahí, en el lugar donde morí,
y odié memorias y olores,
odié la melancolía,
odié mis amados gatos.
Odié.
 
Y aún no invoco la ira,
en un puente
donde la traición
se tomó la mano
para llover
en días
soleados.
 
Rosa: estás ahí radiante.
Estás viva en carne de ideas.
Estás.
 
Yo me voy, y me muero.
Yo quiero de voz,
quiero voz.
Vos.
 
Bebí de tu recuerdo,
bebí de tus pétalos.
Bebí.
 
Adiós.