Eunice Odio

Carlos Martínez Rivas

                                      Y añadió:
                                       -No podrás ver mi faz pues el
                                       hombre no puede verme y vivir.
                                                                 Exodo, xxxiii, 20
 
Una visión legendaria, un elevado discurrir, un pensamiento,
—tal a Avila sus murallas y su gorjeante azul—
la rodeaban defendiéndola
de lo que, extranjero y hostil, podía herir.
Estoy hablando de tu frente. 
 
A los lados están, asomando
como las alas de dos ángeles sumidos por un costado en el muro,
las dos orejas pálidas, acústicas,
precipitándose en el remolino del oído
hasta el fondo. Al estanque del tímpano
en donde se reflejan
el trino del ave, la nota del violín, el soneto.
 
Y sobre la pulida nariz que suele hundirse
nave en el oleaje de la rosa, buscando
una exacta respuesta de olor a su pregunta,
se encienden los dos ojos, desde la telaraña
redonda, minuciosa y azul del iris.
 
Y luego, del lecho fresco de los labios, donde tu juventud
parecía haberse tendido ya a sólo madurar,
de golpe, como el agua en los valles,
todo se lanza hacia los hombros y los senos...
 
Después todo es quietud y desnudez sin fin.
 
(Sólo en el vientre, el vello.
Creciendo allí tal vez por la misma
secreta razón —aún sólo sabida por él— del musgo)
 
Muchacha! tú estás sentada sobre la tierra. Miras. 
Como lebreles tus largas manos posas:
seres armados, guardan la puerta de tu cuerpo.
La dos carreras a la entrada del Jardín.
 
He tratado de decir cómo eres;
de ponerte de nuevo delante de mí
oh muchacha desnuda! forma! perfección!
Porque aunque a menudo te vimos,
apenas nos percatamos de tí.
Hablamos mucho de tu gracia porque eso distraía
pero ¡qué poco sospechamos bajo el cariño de la piel
y entre el ir y venir de tu sangre atareada!
 
Creímos que eras bella solamente para ser
lecho oscuro del sol o chispa de la atmósfera,
y no advertimos cómo sobrellevabas
ese penoso y duro oficio de las cosas bellas
que, tras de su dorada corteza luchan para
salvar al hombre de la Divinidad en bruto.
 
Porque tras de esa membrana, de esa ala de cigarra,
está escondido, tirante, alerta, lo otro. Detenido
de pronto en su exceso cuando todo iba a estallar.
 
Un poco más y el compromiso se habría establecido.
Un poco más y habría sobrevenido eso.
De lo que nadie osa hablar. 
 
Pero de ello, si unos pocos tuvieron noticia es mucho.
Porque tú corriste a ponerte disimuladamente en la puerta,
y entonces ya no te vimos sino a tí. Antifaz!
con un pétalo soportando el golpe del ariete sagrado,
con un dedo menudo y perfecto evitándonos
en un diálogo el mayor de los riesgos.
 
Tú bisel, bisagra, ángulo, eres,
allí el nudo ciego de la lid, del combate
entre lo que intenta revelarse, obtener,
y lo que trata de poner al hombre al amparo
de lo que no podría soportar.
 
Por eso, para hablar de tu cabello, quise
resistir hasta ahora. Para decir
que está detrás de tí como un árbol
y como un árbol mucho follaje y sombra esparce.
Para ocultarnos lo que nos haría enrojecer y temblar:
el ajetreo de los ángeles, las poleas de lo monumental,
y al Dios mismo en plena tarea, con las dos
media-lunas de sudor alrededor de las axilas.
 
A veces a tí misma te esquivamos. 
Tratamos de cubrirte con palabras
y adjetivos espléndidos, por temor
a ver entre tus pliegues algo de lo desconocido,
 
pues ¿qué enorme compromiso no traería
haberlo visto aunque fuera una sola vez? Por temor
a conocerte demasiado, de llegar
a ser demasiado de ti y entrar en relación
con lo que quién nos dice cuánto no sería capaz de exigir?
 
Pero tú entretanto, así,
como una estrella dentro de su armadura,
sonriendo
pones a todo esto un nombre
animador y andadero: belleza.
Y haces que de esta lucha, de esta
cuerda tensa
no brote ni oigamos los cercanos, nada,
nada, sino esa nota pura a la que el corazón
en medio de su afán y su gemir pueda un momento
asirse.
 
                                         Diciembre, 1945  —España
 
 
Carlos Martínez Rivas, "La insurrección solitaria" en Como toca un ciego el sueño (Managua: Centro Nicaragüense de Escritores, 2012), 111-3.