Fuente

Octavio Paz

El mediodia alza en vilo al mundo.
Y las piedras donde el viento borra lo que a ciegas
      escribe el tiempo,
las torres que al caer la tarde inclinan la frente,
la nave que hace siglos encalló en la roca, la iglesia
      de oro que tiembla al peso de una cruz de palo,
las plazas donde si un ejército acampa se siente
      desamparado y sin defensa,
el Fuerte que hinca la rodilla ante la luz que irrumpe
      por la loma,
los parques y el corro cuchicheante de los olmos y los
      álamos,
las columnas y los arcos a la medida exacta de la gloria,
la muralla que abierta al sol dormita, echada sobre si
      misma, sobre su propia hosquedad desplomada,
el rincón visitado sólo por los misántropos que rondan
      las afueras: el pino y el sauce,
los mercados bajo el fuego graneado de los gritos,
el muro a media calle, que nadie sabe quién edificó ni
con qué fin, el desollado, el muro en piedra viva,
todo lo atado al suelo por amor de materia enamorada, rompe
      amarras
y asciende radiante entre las manos intangibles de esta
      hora.
El viejo mundo de las piedras se levanta y vuela.
Es un pueblo de ballenas y delfines que retozan en pleno
      cielo, arrojándose grandes chorros de gloria;
y los cuerpos de piedra, arrastrados por el lento huracán
      de calor,
securren luz y entre las nubes relucen, gozosos.
La ciudad lanza sus cadenas al rio y vacía de si misma,
de su carga de sangre, de su carga de tiempo, reposa
hecha un ascua, hecha un sol en el centro del torbellino.
El presente la mece.
 
Todo es presencia, todos los siglos son este Presente.
¡Ojo feliz que ya no mira porque todo es presencia y su
      propia visión fuera de si lo mira!
¡Hunde la mano, coge el fulgor, el pez solar la llama
      entre lo azul,
el canto que se mece en el juego del dia!
Y la gran ola vuelve y me derriba, echa a volar la mesa
      y los papeles y en lo alto de su cresta me suspende,
música detenida en su más luz que no pestañea, ni cede,
      ni avanza.
Todo es presente, espejo sin revés: no hay sombra, no hay
      lado opaco, todo es ojo,
todo es presencia, estoy presente en todas partes y para
      ver mejor, para mejor arder, me apago
y caigo en mí y salgo de mí y subo hasta el cohete y bajo
      hasta el hachazo
porque la gran esfera, la gran bola de tiempo incandescente,
el fruto que acumula todos los jugos de la historia, la
      presencia, el presente, estalla
como un espejo roto al mediodía, como un mediodía roto
      contra el mar y la sal.
 
Toco la piedra y no contesta, como la llama y no me quema,
      ¿qué esconde esta presencia?
No hay nada atrás, las raíces están quemadas, podridos los
      cimientos,
basta un manotazo para echar abajo esta grandeza.
¿Y quien asume la grandeza si nadie asume el desamparo?
Penetro en mi oquedad: yo no respondo, no me doy la cara,
perdí el rostro después de haber perdido cuerpo y alma.
Y mi vida desfila ante mis ojos sin que uno solo de mis
      actos lo reconozca mío:
¿y el delirio de hacer saltar la muerte con el apenas
      golpe de alas de una imagen
y la larga noche pasada en esculpir el instantáneo cuerpo
      del relámpago
y la noche de amor puente colgante entre esta vida y
      la otra?
 
No duele la antigua herida, no arde la vieja quemadura,
      es una cicatriz casi borrada
el sitio de la separación, el lugar del desarraigo, la
      boca por donde hablan en sueños la muerte y la vida
es una cicatriz invisible.
Yo no daria la vida por mi vida: es otra mi verdadera
      historia.
 
La ciudad sigue en pie.
Tiembla en la luz, hermosa.
Se posa el sol en su diestra pacífica.
Son más altos, más blancos, los chorros de las fuentes.
Todo se pone en pie para caer mejor.
Y el caído bajo el hacha de su propio delirio se levanta.
Malherido, de su frente hendida brota un himno de pájaro.
Es el doble de sí mismo,
el joven que cada cien años vuelve a decir unas palabras,
      siempre las mismas,
la columna transparente que un instante se oscurece y otro
      centellea,
según avanza la veloz escritura del destino.
En el centro de la plaza la rota cabeza del poeta es una
      fuente.
La fuente canta para todos.
 
 
Octavio Paz, "México" en Poesía Contemporánea de América Latina (México D.F.: Editores Mexicanos Unidos, 1998), 170-2.