Himno al científico

Mayakovski

La población de todos los imperios
–hombres, aves, ciempieses–,
erizados las plumas y el cabello,
se agolpó en la ventana, desesperada de curiosidad.
 
Y se interesa el sol, y abril también,
y el deshollinador sucio de hollín,
por el impresionante e infrecuente espectáculo:
la figura de un célebre científico.
 
Lo miran y remiran, y no lo ven humano.
Y no es un hombre, cierto, sino una enclenquez bípeda
que tiene por cabeza un libro titulado
«Tratado de berrugas brasileñas.»
 
Con los ojos mastica la letra y la devora
–¡pena me da la letra!–.
Acaso el ictiosauro extinguido mascó
así alguna violeta entre sus maxilares.
 
Tiene hundidos los hombros, como molido a palos,
mas ¿qué importa un científico defecto tan trivial?
Él sabe con certeza, porque lo dijo Darwin,
que somos, nada más, descendientes de simios.
 
Se filtra el sol por una estrecha grieta
igual que el pus de una pequeña herida
y va a esconderse entre el montón de trastos
de un polvoriento estante.
 
Un corazón de chica hervido en yodo.
Un trozo endurecido de hace ya dos veranos.
Y, clavado en un hierro, hay algo que parece
la cola disecada de un pequeño cometa.
 
Se pasa aquí las noches. Desde las galerías
ríe de nuevo el sol de las tristes humanas pequeñeces
y abajo, por la acera, una vez más los chicos de primero
van, enérgicamente, al instituto.
 
Pasan, orejas rojas, pero a él no le indigna
que el hombre crezca estúpido, sumiso.
En cambio, sí podrá, en cualquier momento,
extraer bien una raíz cuadrada.
 
                                                                          (1915)
 
Himno al científico: dirigido contra las torres de marfil, aisladas de la vida del pueblo, en donde vivían la ciencia burguesa.
 
 
Vladímir V. Maiakovski, Poemas (1912-1920) (Barcelona: Editorial Laia, 1984), 41-2.