Seis semanas anduvo por el patio el soldado
del andrajoso traje gris
y gorrilla en la cabeza;
y su paso parecía alegre y ligero
pero nunca he visto a un hombre que mirase
con más anhelo el día.
Nunca vi a un hombre que mirase
con tal anhelo en los ojos
ese pequeño dosel azul
que los reclusos llamamos cielo
y cada nube que arrastraba a la deriva
su vellón deshilachado.
No retorcía sus manos como hacen
esos necios que se atreven
a cultivar una estúpida esperanza
en la negra cueva de la desesperanza;
únicamente miraba hacia el sol
y se bebía el aire de la mañana.
No retorcía sus manos ni lloraba,
ni escrutaba ni languidecía,
sino bebía el aire como si contuviera
un saludable calmante;
con la boca abierta se bebía el sol
¡como si fuera vino!
Pero yo y las demás almas en pena
que caminábamos en otro círculo
no recordábamos si nuestro delito
era grave o leve,
y observábamos con entumecido asombro
al hombre que iban a colgar.
Porque era extraño verlo pasar
con paso tan alegre y ligero;
y extraño era verbo mirar
con tanto anhelo el día;
y extraño era pensar
que tal deuda tenía que pagar.
** * **
Las hojas del roble y del olmo
brotan hermosas en primavera,
pero tétrico es ver el árbol de la horca,
con su raíz mordida por la víbora,
y que, verde o seco, un hombre vaya a morir
antes que el árbol dé fruto.
El lugar más excelso es el trono de la gracia
al que todo humano aspira a llegar,
pero ¿quién querría estar con un dogal de esparto
en lo alto de un cadalso
y a través del lazo asesino
ver el cielo por última vez?
Es agradable bailar al son de los violines
cuando el amor y la vida son hermosos.
Bailar al son de la flauta o al son de los laúdes
es delicado y extraño:
pero no es agradable agitando los pies
bailar en el vacío.
Así con mirada curiosa y morbosas conjeturas
lo contemplábamos día tras día,
y nos preguntábamos si cada uno de nosotros
acabaría de idéntica manera,
porque nadie puede decir hasta qué rojo infierno
puede extraviarse su alma ciega.
Por fin, el hombre muerto dejó de pasear
con los demás presos,
y supe que estaba en el negro banquillo
de la terrible prisión,
que jamás volvería a ver su cara
ni en la fortuna ni en la adversidad.
Como dos barcos perdidos que en la tormenta se cruzan
nos habíamos cruzado en nuestros mutuos caminos,
pero no nos hicimos señales ni nos dijimos palabra:
no teníamos palabras que decirnos,
porque no nos encontramos en la noche santa
sino en el día de la ignominia.
El muro de una prisión nos rodeaba,
éramos dos parias, eso éramos;
el mundo nos había arrojado de su corazón
y Dios de su cuidado.
Y el cepo de hierro que aguarda al pecado
nos había atrapado con su argolla.
Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading (Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, 2017), 29-34.