Dura es la piedra del patio de los deudores
y alto el muro que rezuma;
allí era donde él tomaba el aire
bajo el cielo plomizo
y caminaba custodiado por dos guardias
por miedo de que el hombre muriese.
O bien se sentaba con quienes vigilaban
su angustia día y noche;
los que vigilaban cuando se levantaba a llorar
y cuando se encogía para rezar;
los que vigilaban que no pudiera robar
al cadalso su presa.
El director se mostraba firme
con el reglamento de la cárcel;
el médico decía que la muerte era solo
un hecho científico,
y dos veces al día el capellán entraba
y le dejaba una estampita.
Y dos veces al día se fumaba una pipa
y se bebía su cuarto de cerveza;
su alma estaba decidida:
no albergaba espacio para el miedo;
a menudo decía alegrarse
de que el día del verdugo se acercase.
Pero ningún guardia osaba preguntarle
el motivo de tan rara afirmación
pues aquel cuyo trabajo es
vigilar al condenado,
sella sus labios con un candado
y su rostro en máscara convierte.
De lo contrario podría conmoverse y tratar
de animar o consolar;
pero ¿qué haría la piedad humana
confinada en la guarida de los homicidas?
¿Qué palabra de aliento ayudaría
en espacio semejante el alma de un hermano?
Con paso indolente e inestable alrededor del círculo
ejecutábamos el desfile de los locos.
No importaba, sabíamos que éramos
la mismísima brigada del diablo:
las cabezas rapadas y los pies de plomo
componen una alegre mascarada.
Hacíamos jirones la soga embreada
con sangrantes uñas romas;
frotábamos las puertas y fregábamos el suelo,
limpiábamos los brillantes barrotes
y fila por fila enjabonábamos la tarima
entrechocando los cubos.
Cosíamos los sacos, rompíamos las piedras
y hacíamos girar el empolvado taladro;
golpeábamos escudillas, voceábamos himnos
y en el molino sudábamos,
pero en el corazón de cada hombre
el terror se agazapada quieto.
Tan quieto se agazapaba que el día
se arrastraba como una ola preñada de algas
y olvidábamos el amargo destino
que aguarda al loco y el bribón,
hasta que, al volver del trabajo, un día
pasamos ante una tumba abierta.
Como boca bostezante el espantoso agujero
enorme se abría con hambre de algo vivo;
el propio barro exigía sangre
al sediento recinto de asfalto;
y supimos que antes de que el alba despuntara
ahorcarían a aquel tipo.
Sin detenernos, entramos, con el espíritu absorto
en la muerte, el espanto y el destino;
el verdugo con su bolsita
arrastraba los pies en la oscuridad
y yo temblaba mientras con paso vacilante
me abría camino hacia mi tumba numerada.
** * **
Aquella noche los desiertos corredores
se poblaron de siluetas pavorosas
y en todos los rincones de la ciudad de hierro,
tras los barrotes que ocultan las estrellas,
inaudibles pies furtivos
y blancos rostros parecían acechar.
Tendido como quien tendido sueña
en un placentero prado,
los vigilantes vigilaban su sueño
y no podían comprender
cómo dormía un sueño tan plácido
con un verdugo tan cerca.
Pero no hay sueño cuando debe llorar
el hombre que nunca lloró;
así nosotros –el loco, el trapacero, el tunante–
mantuvimos aquella vigilia interminable,
y por cada cerebro se arrastraba
sobre manos doloridas el terror ajeno.
¡Ay! ¡Resulta tan espantoso
sentir la culpa ajena!
La espada del pecado se hundió hasta el fondo
de su puño envenenado
y como plomo fundido eran las lágrimas vertidas
por la sangre que no habíamos derramado.
Los vigilantes con sigilosos zapatos
se acercaban a cada puerta con cerrojo
y miraban a hurtadillas y veían asombrados
grises figuras en el suelo,
y se preguntaban por qué se arrodillaban a rezar
hombres que jamás habían rezado.
Durante toda la noche de rodillas rezamos.
locas plañideras de un cadáver,
las agitadas plumas de la noche temblaban
como las plumas en una carroza fúnebre
y tan agrio como vinagre en una esponja
era el sabor del remordimiento.
El gallo gris cantó, el gallo rojo cantó,
pero el día no acababa de llegar;
y las torvas formas del terror se agazapaban
en los rincones donde yacíamos;
y cada espectro maligno que puebla la noche
ante nosotros parecía jugar.
Se deslizaban rápido, se deslizaban
como viajeros entre la niebla;
imitaban a la luna con un rigodón
de estudiados giros y vueltas,
y con paso formal y repulsiva gracia
los fantasmas acudían a su cita.
Con muecas y mohínes los veíamos pasar,
sombras delicadas de la mano;
aquí y allá, en fantasmal confusión
bailaban una zarabanda
los malditos bufones construían arabescos
como el viento en la arena.
Con gestos de marionetas
brincaban de puntillas;
con flautas de terror llenaban los oídos,
mientras representaban su horrible mascarada;
alto cantan, sin parar cantaban:
para despertar al muerto cantaban.
«¡Ajá!», gritaban. «El mundo es ancho,
¡pero los pies con grilletes cojean!
Juego de caballeros es
echar los dados una y otra vez,
pero pierde quien juega con el pecado
en la secreta casa del oprobio.»
No eran criaturas del aire aquellos bufones
que con tal alegría retozaban
ante hombres con vidas apresadas con grilletes
y con los pies atados para bailar.
¡Por las llagas de Cristo!, eran criaturas
terribles de ver.
En corro bailando, en corro se retorcía,
unas en parejas giraban con la sonrisa vana
y el paso afectado de una ramera;
otras ascendía furtivamente por la escalera
y con mofa insidiosa y lasciva mirada servil
nos ayudaban en nuestras plegarias.
La brisa matutina empezó a plañir,
aunque la noche todavía continuaba:
en su telar gigantesco la red de penumbra
se deslizaba tejiendo cada hilo
y, mientras rezábamos, crecía nuestro miedo
a la justicia del sol.
La plañidera brisa deambulaba en torno
a los húmedos muros de la cárcel
hasta que, como una rueda giratoria de acero,
sentimos arrastrarse los minutos.
¡Ay, brisa plañidera! ¿Qué hemos hecho
para merecer juez semejante?
Por fin vi las sombreadas rejas
como una celosía forjada en plomo,
moviéndose a través del encalado muro
frente a los tres tablones de mi cama,
y supe que en algún lugar del mundo
el terrible amanecer de Dios era rojo.
A las seis limpiamos nuestras celdas;
a las siete todo estaba quieto,
pero el susurro y el vaivén de un ala poderosa
parecían invadir la cárcel
porque el señor de la muerte con su helado aliento
había entrado para matar.
No lo hizo con purpúrea ostentación
ni cabalgando en blanco corcel.
Tres metros de cuerda y un tablón deslizante
es lo único que la horca necesita;
y con la soga de la vergüenza llegó el heraldo
para cumplir su secreta hazaña.
Éramos hombres que atraviesan a tientas
un pantano de sucias tinieblas:
no osábamos susurrar una oración
ni dar lugar a nuestra angustia:
algo había muerto en cada uno de nosotros
y ese algo muerto era la esperanza.
La inflexible justicia del hombre sigue su ruta
y no se desvía;
aplasta al débil, aplasta al fuerte,
con zancada mortal,
con talón de hierro golpea al fuerte,
¡la monstruosa parricida!
Esperábamos que dieran las ocho,
cada lengua espesa por la sed,
cuando la campana de las ocho marca el destino
que degrada a un hombre,
el destino que utiliza un nudo corredizo
para el hombre mejor y para el peor.
No teníamos nada que hacer,
salvo esperar que llegara la señal;
como piedras en un valle solitario
nos sentábamos inmóviles y callados,
pero el corazón de cada hombre latía fuerte y rápido
como el loco golpea un tambor.
Con repentino golpe el reloj de la prisión
sacudió el aire estremecido,
y por encima de los muros se elevó un lamento
de impotente desesperación,
como el aullido de un leproso en su cubil
que el asustado caminante oye.
Y así como se ven las cosas más terribles
en el espejo de un sueño,
vimos la grasienta soga de esparto
sujeta a la viga renegrida
y oímos la oración que el lazo del verdugo
estranguló en un aullido.
Nadie tan bien como yo conocía
todo el dolor que así lo conmovía
y le obligaba a lanzar aquel amargo grito,
y la exaltada contrición y los sudores de sangre,
porque aquel que vive más de una vida
ha de morir más de una muerte.
Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading (Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, 2017), 35-47.