La rueda del hambriento

César Vallejo

POR entre mis propios dientes salgo humeando,
dando voces, pujando,
bajándome los pantalones...
Váca mi estómago, váca mi yeyuno,
la miseria me saca por entre mis propios dientes,
cogido con un palito por el puño de la camisa.
Una piedra en que sentarme
¿no habrá ahora para mí?
Aun aquella piedra en que tropieza la mujer que ha dado a luz,
la madre del cordero, la causa, la raíz,
¿esa no habrá ahora para mí?
Siquiera aquella otra,
¡que ha pasado agachándose por mi alma!
 
Siquiera
la calcárida o la mala (humilde océano)
o la que ya no sirve ni para ser tirada contra el hombre?
¡ésa dádmela ahora para mí!
Siquiera la que hallaren atravesada y sola en un insulto,
¡ésa dádmela ahora para mí!
Siquiera la torcida y coronada, en que resuena
solamente una vez el andar de las rectas conciencias
o, al menos, esa otra, que arrojada en digna curva,
va a caer por sí misma,
en profesión de entraña verdadera,
¡ésta damela ahora para mí!
 
Un pedazo de pan, tampoco, habrá ahora para mí?
Ya no más he de ser lo que siempre he de ser,
pero dadme,
una piedra en que sentarme,
pero dadme,
por favor, un pedazo de pan en que sentarme,
pero dadme,
en español
algo, en fin, de beber, de comer, de vivir, de reposarse,
y después me iré...
Hallo una extraña forma está muy rota
y sucia mi camisa
y ya no tengo nada,
esto es horrendo.
esto es horrendo.
 
Los mineros salieron de la mina
remontando sus ruinas venideras,
fajaron su salud con estampidos
y, elaborando su función mental,
cerraron con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo.
 
¡Era de ver sus polvos corrosivos!
¡Era de oír sus óxidos de altura!
Cuñas de boca, yunques de boca, aparatos de boca (Es formidable).
El orden de sus túmulos,
sus inducciones plásticas, sus respuestas corales,
agolpáronse al pie de ígneos percances
y airente amarillura conocieron los trístidos y tristes,
imbuídos del metal que se acaba
del metaloide pálido y pequeño.
Craneados de labor,
y calzados de cuerdo de vizcacha,
calzados de senderos infinitos,
y los ojos de físico llorar,
creadores de la profundidad,
saben, a cielo intermitente de escalera,
bajar mirando para arriba,
saben subir mirando para abajo.
 
¡Loor al antiguo juego de su naturaleza,
a sus insonnes órganos, a su saliva rústica!
¡Temple, filo y punta, a sus pestañas!
¡Crezcan la yerba, el liquen y la rana en sus adverbios!
¡Felpa de hierro a sus nupciales sábanas!
Mujeres hasta abajo, sus mujeres!
¡Mucha felicidad para los suyos!
Son algo portentoso, los mineros
remontando sus ruinas venideras;
elaborando su función mental
y abriendo con sus voces
el socavón, en forma de síntoma profundo!
Loor a su naturaleza amarillenta,
a su linterna mágica,
a sus cubos y rombos, a sus percances plásticos,
a sus ojazos de seis nervios ópticos
y a sus hijos que juegan en la iglesia
y a sus tácitos padres infantiles!
¡Salud, oh creadores de la profundidad...!
 
Hoy me gusta la vida mucho menos,
pero siempre me gusta vivir; ya lo decía.
Casi toqué la parte de mi todo y me contuve
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra.
 
Hoy me palpo el mentón en retirada
y en estos momentáneos pantalones yo me digo:
¡Tanta vida y jamás!
¡Tantos años y siempre mis semanas!....
Mis padres enterrados con su piedra
y su triste estirón que no ha acabado;
de cuerpo entero hermanos, mis hermanos,
y, en fin, mi sér parado y en chaleco.
Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego,
con mi muerte querida y mi café
y viendo los castaños frondosos de París
y diciendo:
Es un ojo éste, aquél; una frente ésta, aquélla... Y repitiendo:
¡Tanta vida y jamás me falla la tonada!
¡Tantos años y siempre, siempre, siempre!
Dije chaleco, dije
 
Todo, parte, ansia, dije casi, por no llorar
Que es verdad que sufrí en aquel hospital que queda al lado
y está bien y está mal haber mirado
de abajo para arriba mi organismo.
 
Me gustará vivir siempre, así fuese de barriga,
porque, como iba diciendo y lo repito,
¡tanta vida y jamás! Y tantos años,
y siempre, mucho siempre, siempre, siempre!
 
ELLO es que el lugar donde me pongo
el pantalón, es una casa donde
me quito la camisa en alta voz
y donde tengo un suelo, un alma, un mapa de mi España.
 
Ahora mismo hablaba
de mí conmigo, y ponía
sobre un pequeño libro un pan tremendo
y he, luego, hecho el traslado, he trasladado,
queriendo canturrear un poco, el lado
derecho de la vida al lado izquierdo;
más tarde, me he lavado todo, el vientre,
briosa, dignamente;
he dado vuelta a ver lo que se ensucia,
he raspado lo que me lleva tan cerca
y he ordenado bien el mapa que
cabeceaba o lloraba, no lo sé.
 
Mi casa, por desgracia, es una casa,
un suelo por ventura, donde vive
con su inscripción mi cucharita amada,
mi querido esqueleto ya sin letras,
la navaja, un cigarro permanente.
De veras, cuando pienso
en lo que es la vida,
no puedo evitar de decírselo a Georgette,
a fin de comer algo agradable y salir,
por la tarde, comprar un buen periódico,
guardar un día para cuando no haya,
una noche también, para cuando haya
(así se dice en el Perú - me excuso);
del mismo modo, sufro con gran cuidado
a fin de no gritar o de llorar, ya que los ojos
poseen, independientemente de uno, sus pobrezas,
quiero decir, su oficio, algo
que resbala del alma y cae al alma.
 
Habiendo atravesado
quince años; después quince, y, antes, quince,
uno se siente, en realidad, tontillo,
es natural, por lo demás, qué hacer!
¡Y qué dejar de hacer que es lo peor!
Sino vivir, sino llegar
a ser lo que es uno entre millones
de panes, entre miles de vinos, entre cientos de bocas,
entre el sol y su rayo que es de luna
y entre la misa, el pan, y el vino y mi alma.
 
QUISIERA hoy ser feliz de buena gana,
ser feliz y portarme frondoso de preguntas,
abrir por temperamento de par mi cuarto, como loco,
y reclamar, en fin, en mi confianza física acostado,
sólo por ver si quieren,
sólo por ver si quieren probar de mi espontánea posición,
reclamar, voy diciendo,
por qué me dan así tanto en el alma.
Pues quisiera en sustancia ser dichoso,
obrar sin bastón, laica humildad, ni burro negro.
Así las sensaciones de este mundo,
los cantos subjuntivos,
el lápiz que perdí en mi cavidad
y mis amados órganos de llanto.
 
Hermano persuasible, camarada,
padre por la grandeza, hijo mortal,
amigo y contendor, inmenso documento de Darwin:
¿A qué hora, pues, vendrán con mi retrato?
¿A los goces? ¿Acaso sobre goce amortajado?
¿Más temprano? ¿Quién sabe, a las porfías?
 
A las misericordias, camarada,
hombre mío en rechazo y observación, vecino
de cuyo cuello enorme sube y baja,
al natural, sin hilo, mi esperanza...
 
CONSIDERANDO en frío, imparcialmente,
que el hombre es triste, tose y, sin embargo,
se complace en su pecho colorado;
que lo único que hace es componerse
de días;
que es lóbrego mamífero y se peina...
 
Considerando
que el hombre procede suavemente del trabajo
y repercute jefe suena subordinado;
que el diagrama del tiempo
es constante diorama en sus medallas
y, a medio abrir, sus ojos estudiaron,
desde lejanos tiempos,
su fórmula famélica de masa...
 
Comprendiendo sin esfuerzo
que el hombre se queda, a veces, pensando,
como queriendo llorar,
y, sujeto a tenderse como objeto,
se hace buen carpintero, suda, mata
y luego canta, almuerza, se abotona...
 
Considerando también
que el hombre es en verdad un animal
y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza...
 
Examinando, en fin,
sus encontradas piezas, su retrete,
su desesperación, al terminar su día atroz, borrándolo...
 
Comprendiendo
que él sabe que le quiero,
que le odio con afecto y me es, en suma,
indiferente...
Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñito...
 
le hago una seña,
viene,
y le doy un abrazo, emocionado.
¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...
 
 
César Vallejo, “Poemas humanos (1939)”, en César Vallejo, ed. Carlos Luis Altamirano (San José: Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, 1975), 197-204.