(Este proyecto no es original. Me fue comunicado
por E. B., obispo en sus ratos de ocio, quien a su
vez lo recibió de labios del anarquista adolescente
que menciono, de oficio retratista.)
No matéis a los curas, pueblos que despertáis y caéis en la
cuenta
de la estafa más grande que edad alguna oliera.
Por el contrario estimular su cría,
cebadlos uno a uno con esmero acucioso.
Así podréis ir luego montados en curas gordos al trabajo
—la gasolina siempre tiende a subir—,
dejarlos amarrados a la puerta del bar,
decir —oh desdeñoso ancestro que os resurge—
que el vuestro está más brioso que los otros mostrencos.
Los domingos llevaremos a los niños a las carreras de curas
—único juego de azar que será permitido—
en las cuales brillarán los descendientes pur sang de los
obispos.
Habrá curas de tiro y carga, curas trotones, curas sementales,
y tendrán los establos olor a santidad.
Los curas inservibles serán embalsamados
y vendidos como adornos de salón:
la tonsura podrá servir de cenicero.
Roque Dalton, "El turno del ofendido (1962)" en Antología (Madrid: Visor Libros, 2015), 60.