YO EXISTO
¡ah!,
YO EXISTO sobre el día corriendo,
AQUÍ,
pregunto mi dirección a las alondras del infinito
del infinito,
CANTO, CANTO, CANTO,
agarrándome a los aeroplanos de mi voz, ¡oh!,
de mi voz embanderada y americana,
o borneo, monologando, una gran palmera
de volcanes,
abro los sétimos ojos encima de ese rodaje
de láminas y triángulos indiscutibles,
refuto la argumentación desdentada del esqueleto,
y, tocando la canilla despavorida,
inicio el tiempo, amigos, inicio el tiempo,
el tiempo de los vocabularios y los siglos
partidos en figuras
A,
E,
I,
O,
U;
cuando la tarde inmóvil, como un toro, en
la derrota del gesto y del signo,
rodea las ciudades agonizantes el acordeón
de los últimos sueños,
yo escupo, lleno de saliva la guatita de las estrellas,
yo escupo, pero yo escupo;
además, los lagartos empapelados me lamen
la filosofía;
los frutos maduros del sol
lloran en mis teatros de azufre y sangre quemada,
y el problema de luto
me araña las entrañas de celuloide terrible
con los serruchos del jazz-band,
irremediablemente,
ME ARAÑA LAS ENTRAÑAS DE CELULOIDE
TERRIBLE,
entonces, se me ríen las tripas,
se me ríen las tripas,
y se me ríen las muelas lo mismo que a los tontos
y a los muertos,
a los parientes de adobe que hacen costumbres,
a la vieja mohosa que cuida los despoblados
con su tristeza,
a los ataúdes sin candado,
a las emociones sin candado,
a los emigrantes sin candado,
a las botellas rotas y rojas encima del crepúsculo,
y a los crucifijos empeñados y espantosos
en el desván de los somieres y los colchones
de las putas nubladas,
entonces, se me ríen las tripas,
se me ríen las tripas,
y se me ríen las muelas lo mismo que a los tontos
y a los muertos,
empuño los látigos metafísicos
y me azoto el corazón,
agarro las palabras por la garganta y, aunque
me muerden, las voy domesticando,
y afirmo,
y niego,
y afirmo,
entonces, se me ríen las tripas,
se me ríen las tripas,
y se me ríen las muelas lo mismo que a los tontos
y a los muertos;
es la cosa lluviosa y sin título,
la angustia adoquinada, del color del periodismo
y del color del cementerio,
el limón de las agrias provincias,
la religiosidad colonial y tan española
de los tejados enmohecidos como las medallas,
las brujas paridas de la fatalidad,
el petate indemostrable y los mantos usados
y las niñas y las lunas usadas y los finados
sin velas constantes,
los recuerdos coleccionados en alcancías;
por eso soy como la cuaresma y como
la obscenidad Amarilla;
así, altanero y abismado como los cipreses
o como los poetas,
quebrado a la manera del riel violento,
con aburrimientos de termómetro, de epopeya
y de oficina,
blanco y negro, a planos totales,
lo mismo que la psicología del Buonarotti,
o la moral colosal del fuego y del hierro,
y también, sí, también, ¡oh!, matemático,
parecido a una discusión de los terremotos
con los terremotos;
uno se compara a todo lo aciago, lo obscuro,
lo acerbo,
se define entre los naufragios,
y le sobra espanto capaz de vestir de herrumbre
a toda la alegría humana,
semejante a las águilas contradictorias,
vuelo en tirabuzones entusiastas y ofensivos
en la tristeza,
quebrándome en umbrales insospechables,
o hago la caída acuarelada del avión sin
desterrados;
agujerear lo absoluto,
dominar la tiniebla endurecida y el mar de azogue,
triplicar la voluntad,
y demostrar a «Dios» a carcajadas, como
los pájaros,
geométrico y maquinal como las catástrofes;
meto mi alma en los bolsillos del mundo
y saco polillas y mates de verdades muertas,
me paro encima de mi esperanza,
aspiro a los rascacielos estrafalarios, al puente
tirado de siglo a siglo,
y todos los versos se me cuelgan del corazón,
entonces, mi cansancio dobla la cabeza,
y un signo inmóvil se remonta encabezando
los presidiarios y los vagabundos;
tribulación, horrenda tribulación del camino
que quiere hacerse fin;
es, también, la acción dispersa y ahuecadora,
es tal vez un desequilibrio
que responde a arquitecturas perdidas;
sólo la soledad me acompaña en este ardiente
derrumbamiento sin murallas,
destino de ametralladora quebrada, exactamente,
de ametralladora quebrada, o mucho teatro
en ruinas;
¡ay!, como perro loco aúllo a orillas de las noches
peludas,
les gallos huidos cantan en la eternidad,
encima de los árboles serios y negros de las
naciones incendiadas,
estiro los brazos de punta a punta de la tierra,
y muchos los ámbitos ciegos,
echan a volar desde mi figura incorruptible,
borneo agrios cantos, altos cantos de ladrones,
rodeado de mujeres agonizantes,
por eso goteo sudores de gente destruida,
sin embargo, mi voz es contentamiento,
congoja a electricidad, actitud-patético-dinámica,
con piedras azules,
violoncelo sin violetas,
emoción de máquina y de máscara, caricatura
en bronces fatales,
mi gramática es alegremente lúgubre,
sí, lo mismo que el asesinato en las batallas,
pólvora con alcohol morado y polvoso,
opresión al espíritu de aquel que viviese al pie
de la más alta cantina,
o se asomase al pensamiento, desde el borde
del mundo, sobre los abismos, temblando,
a la orilla, bien a la orilla,
y se resbalase de repente, sí, sí,
además, el dolor es durable como la mala comida,
dínamo, a millones de actividades por segundo,
con la inminencia y lo espantoso de
las revoluciones astronómicas,
mi corazón está ahí, girando,
porque yo soy el que espera el tren que no existió
nunca,
y el que escucha todas las horas del cielo,
el condenado a la gotera que cae encima del
cerebro, una a una,
sin embargo, querría, ¡ah!, querría que todos
los pescados del sol, sonoro,
la nave inmóvil anclada encima de los sepulcros
desaparecidos,
y el timón de las estrellas oceánicas,
para tocar la campana del genio,
en ese instante cuadrado y declamatorio de
la poesía,
o ando vendiendo mi corazón de pobre enorme,
y mis espectáculos de girasoles, ¡ay!, con negros
tremendos,
además, la llamarada vegetal del porvenir,
además,
y el ejercicio en patines de alambre o de aceite
circulatorio,
la guitarra apolillada del aviador, tirada sobre
los crepúsculos y los telégrafos, impúnemente,
avizorando los últimos;
entonces, cacarean las gallinas trascendentales;
pero yo no comprendo, yo no comprendo
cómo el diamante del día no corta aún el vidrio
inútil e impresionante;
timoneo mis buques piratas, y tus cielos tenaces
y rubios, FILOSOFÍA,
levanto las compuertas imaginarias,
y los cien tranques iguales avasallan la curva
siniestra, persiguiéndose,
luego las ideas asesinadas,
la intuición escalonada en escalonado,
verde-podrido, granate, tuerta, negra, ciega,
con ocasos guillotinados,
el ademán de tempestad innumerable,
la conciencia aulladora, la clínica, lo polvoroso,
lo derrengado,
y la voluntad del mueble durable,
el animal no usado, no,
la abulia, la inercia, la descomposición ilimitada
y abarcadora;
ya viene llegando la noche, ¡ay!, la noche,
la noche con su ramo de violetas;
sí, eso es todo;
aquella gran honorabilidad de cordero clavada
al alma;
palanca del suceso en la mano demente y gris,
PALANCA, PALANCA,
sobre los gestos cóncavos, LA NADA,
la camisa incomprendida que me ciñe entonces,
siempre,
corona de arañas,
el día quebrado, sin literatura,
el hombre sublime,
y un pantalón de fuego y de llanto encima,
«Dios» llorando,
no vendo caminos ni ciudades,
y es el instante exclusivo y asombroso que apunta
la carabina del destino,
por eso comprendo lo apenado,
y el color de la ley violenta,
las piedras llagadas, sin asombro, la enfermedad
del acero y del andrajo,
las osamentas, las espesuras de mástiles,
la orquesta despernancada del terremoto, tan
sincero y tan soberbio
la risa judía del automóvil,
levantándole los vestidos a las montañas;
recuerdo el estilo de la vieja que vendía pescado
con ojos profundos,
y el chófer variable como la temperatura,
las baladas diplomáticas de la motocicleta
enamorada, bien enamorada;
ahora soy quien define las madreselvas,
también los edificios, las tonadas definitivas,
y el gesto en agua inmóvil;
lo mismo desembarcan del recuerdo aquellas
enfermeras violetas;
o ando buscando a Pablo de Rokha desde
las alturas desprestigiadas,
y, aunque me encuentro en sus obras de sueño,
en las estampillas y en las sepulturas,
soy el errante, lo inencontrado, lo ausente,
no el viajero el viaje, ¡oh!, ¡oh!, el viaje, la
rueda andariega, extranjera untada de países
invulnerables,
la sirena patológica del trasatlántico,
arrinconada en las distancias desmejoradas
del pretérito,
con las cejas llovidas de acordeones;
aterrizó el minuto de la canilla despellejada,
el minuto del costillar y las cuencas abstractas,
adentro del invierno,
y el minuto del hueso inútil y abandonado;
agarro mi sombrero,
y es dolor,
agarro mi palabra,
y es dolor −y ES DOLOR mi sombrero y mi palabra–
dolor, dolor caído de las bocas de los mundos, dolor, dolor,
trizado de verdades continentales;
camino, yo camino,
y mis huesos ignoran cómo se anda andando,
tiempo sin canciones,
y la culebra literaria y española,
automóvil de ceniza,
árbol con gusanos en el cerebro,
y frutos calientes,
sol de herrumbre, empavesado, en la caída
estrafalaria,
cosas de solos,
oficinas con mucha sucia, mucha,
y un paraguas incontestable,
goteado de siglos y gestos de maquinarias,
sol urbano,
manada de tribulaciones,
GRIS,
manada de tribulaciones,
recuerdo que hubo épocas
en que pedí prestada la congoja al astrónomo
y a «Dios» lo absurdo,
hoy vendo la capa morada por treinta silencios,
y este jumento de añil, de oro, de carbón,
que se pasa comiendo estrellas y asuntos,
y bebiéndose, a cada jornada,
todas las bodegas de LA POESÍA;
inventar un mundo, o un mundo,
echárselo a la espalda, en vértice, solo, sin grandeza,
y sentirse como las mantas mojadas;
voy a degollar mi canto con mi burla;
asumo toda la desgracia distribuida;
por eso escribo, desde las plataformas, los varios
estados trascendentales,
en la carátula extasiada, más adecuada;
mandato de existir y devenir testarudo;
he ahí que yo corono las glorias antiguas,
francamente;
además, digo: CANTO, digo: TIEMPO, digo: MUNDO,
y la verdad colosal levanta la cabeza desde
los sepulcros y los aeroplanos,
como si se le hubiesen roto las arterias
a la conciencia;
mi sueño define, UNO, sin bayoneta, sin
heliotropos, en la eternidad honorable
u honorable;
soy, y sollozan las atmósferas,
porque se le perdieron los estilos matemáticos;
me voy haciendo,
y mi tranco talla la estatua innominada,
MOVIMIENTO ABSOLUTO,
ignoro los cuerpos diversos que me ciñen,
pero no comprendo, y sé todas las cosas, aún las hipotéticas,
con aquella dual astronomía del subconsciente;
tuerzo mi cordura de avión indispensable
hacia la palabra de los objetos,
y oscilo a una altura subterránea y muy difícil;
anecdotario de los sepultureros eternos;
naturalmente, yo concibo el sol, el mar y el cielo artista,
entiendo la fruta preñada,
y entiendo el carácter romano del bronce,
la oración moral de la piedra,
la gritada entusiasmada del eucalipto encima
del colegio de esmeralda,
la voz latina de la abeja vendimiadora,
y, sin embargo, mi corazón se parece a un antiguo
Dios abandonado;
todavía la poesía,
el umbral invisible e inminente, en donde
nos partiremos la cabeza,
el abismo, el abismo, el abismo;
enrollo mi acción al malestar único, al ademán
único,
y mis venas se arrancan de la tierra soberbia
como grandes ríos de angustia,
planeo sobre la metafísica,
evoluciono arriba del tiempo amóvil,
agarro los caballos maleducados,
y se me destruyen los puntales del universo,
o la jarcia morada;
sistema de lamentos, oficina de cantos y llantos,
y las tías echadas entre los membrillos y
las caobas, adentro del portamonedas,
sí, las oscuras uvas de polvo,
los murciélagos colgados del mes de agosto,
de la tos pulmonar de junio y julio,
y la matemática de platino del poema,
el fantasma duro y vago, a la vez, construido
y destruido de símbolos,
la arquitectura, el álgebra, el émbolo de tracciones
imprescindibles
es la bruma, la niebla de diamante, tan
arbitraria;
el bulto inhábil que se sumerge,
la función infantil, abismada, abstraída
y adivinatoria,
lo contradictorio que coincide con lo contradictorio
por todo aquello,
y se adapta y se acopla al imprevisto
ecuacionable,
el ciego que intuye las formas eternas,
iluminadas por todas las sombras
la libertad mecánica y frenética del individuo;
mismamente la encina azul amamanta sus hijos
artificiales,
y la estupenda guagua amarilla
eructa de leche celeste la gran negrura filosófica;
porque la soledad, como el invierno, requiere
mantas de agua;
pero jamás, jamás, jamás salió el sol por
el occidente,
a pesar de que todas las noches más noches
no son, apenas, sino días olvidados;
con la hijita muerta encima del pecho de fiera,
sí, agujereó la muralla de metal polvoroso y
girante,
arrasó los puentes y las torres acumuladas;
la espada y el amor, señora, son materias
indiscutibles;
ahora la tarde con tres tetas, principalmente,
la tarde con tres tetas sin importancia,
y los pájaros matemáticos,
el ave de cartón o de latón con porcelana y aún
de vidrio de botella de botica,
cantando en la astronomía del hemisferio
y del esqueleto,
la tonada argumentada de resortes;
y después, los astros quebrados,
la bandera del cielo enlutada, amarrada
a las astillas del mundo,
el acordeón de la muerte sonando
encima de la oscuridad amedrentada, ¡ah!,
dominando el drama mugriento,
la gran seriedad sin triunfos de estrella
ni de abismo,
y el aire de metales tuberculosos,
yo, egregio, enderezando fatigas sin dinero,
apuntalando mis debilidades de héroe,
llenando la tinaja desventurada
con el llanto de las historias viudas
al sol mojado,
acumulando caras de mundos en la dinamita
del estilo;
amontono, yo amontono tu actitud encima
del oriente,
a la manera de grandes ciudades de otoño,
de grandes ciudades de invierno,
tu actitud semejante a los últimos frutos
del castaño, del manzano, del naranjo,
tu actitud semejante a los recuerdos de la tía
soltera,
tu actitud semejante a los versos honestos
de las guitarras y las provincias,
¡oh!, tu actitud olorosa a cedrones y a limones
pretéritos,
atraco leños, grandes leños a las hojas caducas,
y tus hogueras innumerables
van alegrando la antigüedad parada del
crepúsculo
lo mismo que el aroma útil de las panaderías;
¡ay!, la inmensa tos de sangre que viene
del poniente;
deshojados pantalones asesinos;
en fin, un sol maricón que parece vidrio
muy grande;
sobreviene la rosa lluviosa y pobre;
pero yo veo la sombra partida en colores
emocionantes;
los pájaros blancos del mediterráneo y aquella
gran vela moderna, corrigiendo,
porque la nada agranda;
la risa nerviosa del automóvil del hospicio
quiebra las botellas del día,
y las escuelas huelen a rosas maduras;
recuerdo los mercados, las bodegas y
las cocinerías,
las caletas mariscadoras,
el corazón de los vinos honrados y polvorientos,
la cara de tinaja o de guitarra de la malaya
asesinada en rubíes,
los morrones entusiastas y anarquistas como
el pescado,
y, a la izquierda del mundo,
el sol falsificado de los cementerios;
las carretas huracanadas
vinieron a alojar en las lluviosas y enmohecidas
canciones de entonces, con aquel copioso
aroma a vacas perdidas;
ahora yo me acuerdo de Licantén, orillas
del Mataquito,
me acuerdo de la casa aquella, como de polvo,
con duraznos, con membrillos, con naranjos;
con un farol, sí, con un farol en la esquina
de la noche y con palomas
llorando más arriba del pueblo del sueño,
me acuerdo de la tía Clorinda, oliendo a chicha
florida, y de don Custodio y de la Rosa
y de la Flora Farías y de la beata doña Rosario
y del Oficial Civil y del cura don Liborio,
me acuerdo de los chicharrones y de los pigüelos
y los causeos de don Vicho, y del poruña
Abdón Madrid y de la tonta Martina y
del compadre Anacleto y del borracho Juan
de Dios Pizarro y Juan de Dios Chaparro,
me acuerdo de las piaras costinas, tan olorosas
a cochayuyos y a sentimientos de Iloca,
y me acuerdo de los lagares, ciertamente, de
los lagares de buey, arrumados en los
graneros, llenos de huevos y herramientas,
«entre junio y julio»,
y me acuerdo de las botas y las mantas
españolas de mi abuelo,
me acuerdo de la media rayada del silabario
y de las enredaderas polvorientas de la escuela,
y después, Talca, la ácida, la árida Talca,
la lluviosa ciudad negra, seria, fea y atribulada,
de santos de sombra y de aceitunas,
la vieja escuela cluequeando entre los tamarindos,
la vieja escuela primaria, la vieja escuela
primaria, y don Tomás, el preceptor don
Tomás, sí, don Tomás, el amigo de Dios,
y las bolitas,
y el volantín azul arriba de la provincia
enmohecida,
aquella gran bronconeumonía y los anchos
armarios de carretillas y la vida de Colón,
la vida de Edison, la vida de Washington
con monitos, y los lacrimatorios del mapamundi,
y las matitas de porotos y de zapallo creciendo,
ardiendo en los extramuros del alma,
los caminos de estatuas, apuntalando un sol
cuadrado y polvoso,
y los himnos escritos en la piedra, por
la oscura mano que nadie conoce,
y después, el Seminario de las polillas, catres
de chinches meados de perros y muertos,
el Seminario de las arañas y el gran invierno
abandonando su huevo enorme en los soberados
de la infancia,
la yegua cristiana y difícil,
la cola peluda y colonial del catolicismo
enlazándome, envolviéndome, amarrándome,
la humedad filosófica, la humedad matemática,
de aquel animal aceitoso y amarillo con
lo aceitoso y amarillo del mausoleo,
entelequia espantosa creciendo del adolescente,
abismado como la llama ambigua del
aguardiente,
la llaga cristiana o la desgarradura, anidada
de murciélagos,
y el pecado, el pecado madurando una gran
callampa negra, entre las sabandijas y
las brujerías,
y después, después, las niñas Pinochet
y las cacerías y las borracheras en la montaña,
adentro del espíritu irreparable,
y los versos honestos entre los sembrados,
los espinales, los viñedos y las islas
profundas de Pocoa,
que era lo mismo que un causeo de invierno,
que era,
y después, el niño inhábil, el confundido,
el planetario.
a patadas con los manicomios,
y las cartas lluviosas: «estudia, hijo, estudia,
las cosechas van malitas, a la bodega vieja
se le cayó el cielo
y a la Chepita un diente, ¿qué le sucede?...
cobra un giro y reza por nosotros, el año inútil,
hijo, sí, el año inútil,
tu mamá te manda un pavito, abrazos, hojuelas
y charqui de la guitarra,
aquí, ya hay violetas, cuidate, van aceitunas,
patitas de chancho, miel, quesitos de cabra,
murió el rucio Caroca, tu padre, Ignacio»,
y yo dentro de la vida tremenda, llorando con
los finados, en camiseta, marchando,
marchando, muy contento y muy bohemio,
marchando, marchando así:
Pedro Sienna, el Tonto Barella, Jorge Húbner,
Vicente Huidobro, Daniel de la Vega,
Mariano Latorre, la Wini, Angel Cruchaga
S.M., Gabry Rivas, Fray Apenta, marchando,
marchando,
y después, la caída hacia Talca, ¡ay!, hacia Talca,
solo y loco,
los días terribles con cabeza de zapallo,
las arañas degolladas de la literatura, andando
la noche difícil,
el amigo Jara y las putas, y el amigo Jara
y Mejías,
y las botellas y las colillas sin esperanza y
los gallos de la adolescencia llorando
en las camas amargas,
el espíritu esquinado y triangulado, trizándose
en acciones intermitentes, y el joven
que quiere matarse,
sucediendo el pan filosófico a riberas del eucalipto
militar de Pelarco,
el hombre salvaje y titánico, el hombre
sublime y dinámico que le aprieta el cogote
a la desesperación y se lava la cara
con salmuera y con vinagre, y come carnero
y después, LA LUISITA, más bonita que
un continente,
las palomas florecidas de «Juana Inés de la Cruz»,
la cuchillada en la garganta del espíritu,
la cuchillada,
Yo gozoso como un tomate,
la niñita linda que pisa alfombras de ternura
derrumbada y dolorosa
y uno que lo encuentra todo bueno y nuevo, lo
mismo que en los Evangelios, y anda alegre
como una luna o un caballo,
el círculo de pólvora y a la vez de tarde
llorante y de musculatura y de filosofía
de océano,
la tal tristeza de miel de los enamorados,
la moneda melancólica sonando en la oscuridad
del hombre,
y después, ¡ay!, después, después el Coronel,
el CORONEL, el CORONEL, el CORONEL
y el cine,
la perilla dominadora de los aeroplanos,
y el coronel enseñándole urbanidad a mí heroísmo,
como un elefante que le tirase la barba al mundo,
la suegra peluda y metafórica como el patíbulo.
y Carlitos tan cumplido, tan caballerito... –eche
la patita mi hijito!...
y la tía Zoila y la tía Julia
y Adardio y las muelas casadas y la tía Clarisa,
y el Coronel, el Coronel, ¡atención: firm!...
y ahora, solos,
arrinconados contra la montaña, solos,
o domando bestias de hierro,
arrojándole huevos de águila a esa trinchera,
el tren lluvioso o nublado de acordeones,
crujiendo mundo a mundo,
Buin, Maipo, Barrancas, San Felipe, Concepción,
Valparaíso, Santiago de Chile,
y los hoteles y las pensiones con telarañas
sin solución divina, en donde devienen
solteronas, usureros y comida triste,
y las patronas empapeladas con diarios leídos
y moscas;
el bastón imperial azotando fieras de cemento;
¡ah!, traía la muerte adentro, la guagua,
sí, sí, como un fruto de azufre, anidado en la rosa
de las entrañas, sí,
por eso era tan vieja y tan soberbia su actitud
de vidrio trizado,
¡ay!, de vidrio trizado, ¡ay!,.
y su alma imponente de ciego o de muerto,
y su carita triste y grande y fuerte,
y su belleza como el mar o como el sol, o como
todas las montañas del mundo,
o lo mismo que un verso de fuego,
¡ay!, un Dios miserable la seguía desde lo infinito,
las frutas profundas de la tierra
no alegraron, no, no alegraron su juventud
equivocada,
el huevo de ceniza de la tristeza,
valía más que todas las cosas ella, yo lo juro;
edifico la impresionante soledad, edifico
el cinturon de gozo y de llanto, la vida
parida de huesos,
el círculo girante y variable alrededor del ideal,
la gran muralla de latigazos,
la perspectiva de triángulos y láminas y vértices
atrabiliarios, hacia la última voz humana;
he ahí, el hombre que tiene un ojo, sólo un ojo
de diamante serio,
y setenta manos sin causa,
cuerpo de piedra, pies de bronce errante y
circulatorio como un planeta, o como las jaibas
ancianas,
y rostro movible, andariego y errabundo,
semejante al calendario,
y está cruzado de naciones y de verdades, y
vestido de una gran manta pintada con
crepúsculos,
empuñando el bastón de los sucesos, los destinos
y las palabras,
he ahí
y he ahí, que saca la lengua ardida,
en lo negrazo,
y se ríe con la dentadura;
despernancado y despavorido,
yo vengo viviendo a zancadas incoherentes,
solo,
mundo abajo, ¡ay!, siglo abajo, desgarrándome
las entrañas imaginarias
en los espejos despedazados del instante;
historia del espanto;
parece un dolor cerebral, amiga,
y son, apenas, los instintos adoloridos,
la carne maltratada y vagabunda,
la estatua atribulada que llora adentro
del hombre forzudo,
en verdad, soy amargo como la salmuera,
pero lo soy combatiendo, lo soy peleando
contra la amargura,
tengo la fe tremenda del que no cree en nada,
por eso, sí, por eso mi corazón guerrero
y soberbio camina con la espada
desvainada, bramando,
como un toro notable,
por la vía férrea de las batallas,
es la voluntad adivinatoria,
la certidumbre ensangrentada de los viejos,
humanos huesos,
la lámpara negra de las intuiciones formidables;
ahora, la niña solita con los muertos,
¡Dios mío!, viviendo, la vida dispersa de
las sepulturas,
adentro de la tierra,
untada de olvido, como los años usados,
llena de mundos en desorden,
cavada de eternidad como un poema, así lo digo,
y rodeada, sólo rodeada de sí misma;
canta el día parado medio a medio del mundo,
y la vida madura como una gran manzana;
la Luisita tiene los ojos lo mismo que las
aceitunas,
además, es pequeña y tranquila,
y anda mirando, así, como apartada, así, como
extranjera por lo absoluto,
con su actitud de abeja tan abeja,
yo la quiero a la Luisita, yo la quiero,
Winétt de Rokha, la ultramarina,
y es difícil ser indispensable, como el alma,
yo la quiero,
siempre se me distingue, principalmente cuando
lloro o ando lejano,
además, soy casado con ella;
hoy no tengo dinero, generalmente no tengo
dinero afanoso,
y el mercader de agosto llora encima del paraguas
olvidado,
pero son cuatro los atados de alegría,
como los horizontes, como los Evangelios, como
los continentes, si hubiese un continente
muerto,
van con sombrero, con zapatos y abrigo
impresionante,
y hay bastantes porotos, bastantes papas,
bastantes garbanzos y bastante trigo,
hay uvas antiguas en la despensa,
hay 7 gallinas, 2 pavos, 2 patos y un cerdo
alegre y religioso,
la lluvia aumenta la soledad y pide causeo y
vihuelas,
¡ja!, ¡ja!, ¡ja!...;
me gusta la tierra chilena,
soy chileno,
me da tristeza la verdad nacional contra
el gobierno y el estado;
amo la bandera tan engreída, tan orgullosa,
enarbolada,
y odio al animal del tiempo, tan oficinista, tan,
pero yo hubiera sido soldado, bien soldado
como Pedro de Valdivia,
así, borracho, aventurero, así, así,
así, mujeriego y sinvergüenza y pendenciero,
católico y ladrón, así ladrón,
antiguo monstruo agrario,
rebrindo mi raza de bandidos y de piojentos
jugando a LA REPÚBLICA;
fondeó el día peludo y deshabitado,
duración sin duración, que emerge, triplicándose,
la hora de la bala rotunda,
yo estaba edificando, no, edificando la ciudad
vertical, sin cielo arriba ni abajo,
el horizonte de metales irrevocables,
cuando los pájaros de aluminio llegaron a discutir
conmigo,
entonces la culebra automática
se me enroscó al corazón, en figura de
remordimientos sin escamas,
y los perros de la plaza pública
me confundieron, ¡ay!, me confundieron con
un astro variable,
y le ladraron
a la gran bandera que salía de mi boca;
colgaba del tiempo en el tiempo,
tal como las peras hermosas en los silabarios
de la infancia,
con esa molicie apostólica de los cueros vineros
y era modesto y soberbio como los preceptores,
y crecía
como la niebla que viene saliendo de adentro;
todas las desgracias son lo mismo,
por eso los cielos modernos demuestran
la permanencia del ahorcado,
y la naturaleza de piedra muerta
no requiere la patología inaudita de la poesía,
ni el chupete del hombre mediocre,
la trizadura de vidrio ordinario del cotidiano,
la costumbre mellada y capciosa,
el impermeable descompuesto, que huele a gruta
podrida,
y es igual que revienten días de vitriolo
o tiempos floridos de calendarios con limoneros;
por lo tanto, he venido a derramar geometría
en los pueblos y en los hombres,
pues aunque anoche manoteaban los niños
enfermos y yo los cuidaba humildemente,
yo iba cavando fórmulas, tallando líneas
absolutas,
corrigiendo y dirigiendo las montañas,
los destinos, las palabras del universo,
conduciendo la máquina matemática;
ahora, voy a escribir las congojas del sexo,
la bestia quemada, como de fruta inútil y
poderosa,
abriendo las piernas del mundo,
lo mismo que esa gran boca peluda,
la inquietud desgarrada y furibunda, como
las razas malditas, o los crucifijos,
el mineral de fuego con la lengua afuera,
la noche inútil, sonando,
los cuernos torcidos, que parecen escarabajos
feroces,
batallando en la pelea alucinada,
el beso que hiere y que muerde, enyugando
los elementos,
las camas eternas, llorando,
y la faz desparramada y patibularia de caricatura
terrible,
las lenguas pegadas a los sexos,
lamiendo, chupando, mordiendo, lo mismo que
moluscos azotados,
y el corazón en ventolera,
semejante a la motocicleta rodando año abajo,
crucificado en la trepidación violenta
y amedrentada,
y el lamido de oveja de la caricia agradecida y
póstuma, como adolescencia de empleado,
la sonrisa dominadora anudando los astros
amargos,
el gesto de pantano y de sembrado o de leones
universales;
perdido en la farmacia cosmopolita,
arrinconado a la vecindad de las estufas, doblado
en siete dobleces,
apuro los tragos urbanos, bien contento,
porque el pájaro montañés aletea en la infancia
de las guitarras,
y un son agrario se difunde en la química
sicológica;
deriva el país, arbolado de banderas mojadas,
arrastrando cielos arruinados,
lo mismo que un buque, nublado de eclipses,
invierno adentro,
y un sol lluvioso cuelga del romadizo agreste,
leo los diarios futuros o recuerdo a Raimundo
Martínez, el despachero-asesino de Maipo,
y a Pancho Lobos, el preceptor y el maricón
del pueblo,
y a la Matilde García, la solterona,
y a Carlos Muñoz, el tonto patas de palo, y
a la Honoria,
también a don César, picoteado de canciones,
y recuerdo la iglesia anacrónica y el cura
borracho y apolillado;
de repente me reviento, y se rehúnde conmigo
la cosa redonda con hombrecitos,
de cabeza en lo abandonado;
son los techos malsanos, ruinosos, velludos,
y el alacrán de los suelos baldíos,
el alambre eléctrico que le rebana el corazón
al transeúnte,
la rata y la araña viudas del antetecho,
la cité deshonesta, pendenciera y sin esperanza,
la gata rabona que salta desde el trasnochador
variable,
y el sol, partido de locura, apareciendo, de noche,
en lo espantoso,
con la cara barbuda de adioses,
la grúa ramplona del consuetudinario,
a patadas con los sueños,
en el límite patológico y geométrico,
ese olor grande y falso de la gran magnolia
de papel entusiasta,
el bandoneón de las breas navieras,
el charleston que uno empuña destripándose,
mi hijita,
un hombre errando en los tranvías que nunca
Partieron,
allá o ahí o aquí,
en la juntura alucinada, sin dirección explicatoria,
en donde emergen, peleando,
7 candelabros por el Asia y 7 candelabros por
el Africa,
y concluyen todos los caminos,
y la bandera enlutada acumula lo oscuro que
es luz contraria,
los vientos hablando y dirigiéndose,
la gran locomotora, sin calzado, arañándose
el vientre demente,
los rascacielos tan bien grandazos,
tirando torres al vacío,
–ah!...a...
tirando puentes al vacío,
la garra cósmica de las grúas rajando los
estómagos de las toneladas,
y el avión que se estrella contra lo infinito,
como un escarabajo enorme, partiendo los hierros
eternos,
la tristeza astronómica de las chimeneas
escupiendo hacia los acuarios estrellados, que
parecen grandes copas,
el corazón socialista y asesino de las fábricas;
semejante a esa manzana de azufre de
los cementerios anulados,
parecido al gallinero que se llenó de huevos
de pólvora, a la estufa,
o al sembrado irresponsable, envenenador del
vecindario que puebla las botellas pulmonares,
nació y creció y murió esto, esta gran frecuencia
dramática,
ahora va tendida sobre mis terrazas municipales;
por eso parezco un hombre cargado con bultos
obscuros o atados anticipados,
y un anunciador de túneles,
los barrios hediondos a pescaderías y
a crepúsculos,
la bestia obrera, tan mosqueada,
el amor desmuelado y cuchillero, que parece
escabeche podrido,
es otra gran vida caída, sin afeitarse nunca,
y siempre oliendo a cebolla, a chupilca, a puta
obesa,
la canallada épica y patética del invierno,
asomando el juanete amarillo entre el ramaje
ensangrentado de las agonías,
y borneando su cola de toses-adioses,
la cara macabra de las agencias, que hieden
a sepultura y a prestamista,
«casa honorable, sin pensionista, da pensión
a caballeros honorables, prefiérense
extranjeros honorables
comida de familia honorable, con o sin muebles,
se arriendan piezas honorables, se arriendan,
y se hacen zurcidos»,
o aquel aroma a zorra, que es fuerte como
la espada,
ese que tiene un sur de océanos occidentales;
lo mismo que niñas sin medias,
y voz de helechos en deporte,
el animal de lo mecánico sucesivo y la melodía
abrochándose el chaleco de la locura,
y todavía el Dios borracho,
que llora meando en todas las esquinas del
universo,
y se rasca los murciélagos
por la izquierda,
y se rasca los murciélagos
con la pata trasera del día,
en aquel almacén desvergonzado que vende
laureles y verdades falsificadas,
la calavera de los difuntos viejos, goteada
de cerotes de astros,
la melena supersticiosa de los pueblos solteros
y mal comidos de Chile,
los hongos pelados que le salen a la melancolía,
y los cielos nerviosos, enlutados de ramajes
deshojados,
arriba de la caja urbana,
tremolando sus países rotos,
la vela de los desvelos,
y la viuda con flores moradas,
que cruza, llorando,
el callejón de la noche tremenda,
escoltada de asesinos,
las sillas ahorcadas y las mesas degolladas
como mujeres;
es lo mismo que si yo grito: ¡socorro!...
y se quiebran todos los vidrios del cementerio,
calendario de dinamita,
olla de llanto, clausurada con términos
geométricos,
llena de frejoles continentales,
capaz de calentar el fuego y la muerte,
un guiso valiente, caramba,
para estómagos de conquistadores o de bandidos
o de guerreros,
sí, sí, a mi corazón no lo tuercen los cantos,
cultivo de espadas en terrenos de piedra y
de hierro,
un mono salvaje y leído,
y un gran animal sensual, comilón, dormilón y
borracho,
esto me define:
un cuero de vinos calientes,
eso,
un cuero de vinos calientes
revolcándose en las mañanas asfaltadas del siglo
debajo del sonido del cielo,
árbol con músculos de planetas equivocados,
tierra de muertos, en donde madura la uva,
y ondula, como un mar, el universo temible
del hombre,
golondrina de acero que sabe canciones
automáticas,
toro de ébano, potro de ébano, galopado de
campanas y ladridos;
y estoy contento porque me gusta decir zapallo,
comba, verano, sin causa;
unos tocan la trutruca apolillada en el rincón
invernal y extranjero,
otros encanallan la esperanza manoseándola,
como a una ingenua antes de casarse,
y no la montan renunca, contrarrenunca,
otros desembocan con los huesos comidos de
larvas,
otros se ponen brillantes de trajines, lo mismo
que las putas y las monedas,
otros atornillan el universo con el esqueleto,
unos están parados, otros están tendidos y otros
oscilan navegando entre universos,
todos son lo mismo,
detrás del hombre subsiste la nada que proyecta
la nada,
y el viaje ausente y sin cabeza;
otra vez, otra vez su recuerdo invulnerable,
pobrecita la Carmencita, tan inmensa,
sin embargo, nos veremos, carita de nido entre
los choclos soberbios,
mi hijita, ¡ay!, hermosa como los toros egipcios,
alma sin cuerpo bajo los altos castaños,
¡ay!, la misma tristeza me la va quitando, me
la va arrebatando del corazón errante,
parece que fuese más del mundo y del tiempo,
así como el sol ardiendo sin propietarios,
pero yo encuentro su actitud de pollito acurrucado
en todas las cosas;
todavía me acuerdo del instante espeluznante,
yo iba adentro de la noche, ¡oh!, adentro
de la noche llena de gallos;
arriba del techo parían todas las estrellas
republicanas,
los gatos inmensos de la oscuridad rasguñaban
las murallas del mundo,
y un pájaro, estrellándose, volaba contra
la tiniebla,
gemían las esquinas atribuladas de asesinos y
muertos que meaban avergonzados,
de repente, Pablo de Rokha me dio su mano
podrida,
sí, desde la última puerta de las últimas puertas,
y como yo soy yo, Pablo de Rokha, me asusté
mucho, pero mucho,
desde entonces siempre llevo toda la barba
crecida, como los murciélagos elegantes;
hoy no quiero encender mi cigarro porque puedo
incendiar el mundo;
una gran bandada de llantos, comedores de dolores,
enluta los cielos erguidos y sin telarañas, la tierra
abierta como las sandías,
yo conozco el grito inmóvil de abajo,
la planta tiznada que puja saliendo de la boca,
la columna resonadora del alarido,
conozco la muerte y la muerte con los pelos
crecidos e infinitos,
conozco toda la congoja del sexo;
los gerentes imperialistas del Wall Street
tenían su razón animal diciendo
(acariciándose el estómago del espíritu):
«el tiempo es oro», oro del tiempo, ¡ay!, oro
del tiempo sin moneda,
porque la vida práctica está llena de piojos
de plata;
sol honrado como un gran poeta,
sol hermoso como un caballo, sol antiguo como
un proverbio,
sol soñador y que seca las ropas mojadas;
visionarios, lujuriosos, carniceros,
valiente y cobarde, amigos,
tomador de vinos, comedor de quesos
trascendentales,
glotón, andariego, bribón,
tonto y flojo como la belleza,
vicioso del alma,
voy a decirlo, una gran tinaja fermentadora,
en donde deviene todo la literatura,
Dios hecho trofeo,
ambición de la tierra parida de chancros y tumbas;
por eso adentro del hombre hay vacíos
irremediables,
la tristeza que choca sonando contra las baldosas
del año,
la ahuecadura parchada de razones sentimentales;
¿de dónde me agarro para no caerme muerto?...
arrinconado allí en donde mean las viejas,
entre los letreros abandonados de LA VIDA,
entre los huesos urbanos, entre las copas trizadas,
entre los tarros llovidos,
yo hago pájaros sin ilusiones,
la fina víbora del suceder, tan metafísica,
y también la rata pelada
que roe la soledad trascendental de los sepulcros
con el colmillo de los anuarios,
el animal de palo de los pueblos,
la eterna vaca de greda con tetas como los ríos
antiguos
el ave temible y prudente que tiene barba,
la carcoma, huesos de perro, preñada de faraones
de alcaloides,
la bruja peluda que parece feto de muerta;
entonces, sin embargo, ahora,
el soberbio horizonte de puñales sublevados,
los cinco símbolos muertos de la estación
radiotelegráfica del universo constante,
aplaudiendo a esa manzana de pólvora, fragante
de noche enorme;
la yegua rayada del peligro, a la orilla, en ese
limite;
cartero de bronce,
golpeo las ventanas de la muerte
con mi atado de violetas,
las galerías del canto salvaje
atraviesan la esfera llena de ojos azules,
enarbolo todas las banderas,
remezco el almendro del verso,
y la ceniza encantadora
me va cubriendo las viejas espaldas de árbol,
entonces, mi brazo
cruza la sombra
cantando, como los obreros;
un viento agreste
le roba, jugando, los pétalos de su delantal feliz
como un gallo,
besándole la poesía integral del talle,
la policía sabe que adentro del corpiño, adentro,
se lleva robados dos jarritos de plata,
y no se atreve a quitárselos,
ayer le abrió el vestido
un cardo insolente y vagabundo, como un poeta,
y fue lo mismo que desnudar a una flor,
unos creen que es un insecto de las huertas
antiguas,
otros creen que tiene derecho a perfumar los años
como las abejas o como las cigarras,
yo le corto manojos de besos para las banderas
dionisíacas;
es nerviosa y coqueta
la locomotora,
así como las colegiales imaginarias,
con su risa de hierros
encima del poniente, cruzado de animales
analfabetos,
parece que fuese a agujerear el horizonte,
pero el peso del cielo y del tiempo
cansa la audacia,
y se tiende, suspirando de alegría,
morena entre los sembrados;
sinceramente, no comprendo
¿cómo es posible que un ovillo de lana amarilla,
de lana,
cante como las victrolas?,
uno cree, pues, uno cree que habría que dar
vueltas a una figura de oro
para que aquel carretel automático sonase,
no, canta solo lo solo,
el canario,
esa tal música de geografía agreste como
las ovejas,
parado en la hoja de lechuga de la mañana
es una gran mentira de lujo
y un cesto de verduras recién llovidas;
la tarde se parece a las peras maduras,
el eucalipto se empina sobre el crepúsculo, todo
lo nervioso,
y se envuelve en los choapinos violetas,
levanta la tonada sola y roja,
con hierros mohosos, el portalón de antaño,
y cantan las altas tonadas del polvo,
arriba, camaradas, arriba
las uvas sonoras del contentamiento,
es la hora del sapo y del canto,
y el día herido
tiene la resonancia gris de las campanas rotas,
y un ancho sol trizado,
feas estrellas negras del murciélago,
arañando la luna chilena
con aquel escalofrío de lo peludo,
sin embargo, todavía
va sobrando, entre el cielo y el mundo, apenas,
el horizonte necesario para levantar la copa;
Parientes de mujeres,
las frutas curiosas se asoman, hablando o
hablando,
al balcón de los viajeros,
cuando yo paso andando, lo mismo que un día
profundo,
circula el sueño
en el horario de mis ojos, llenos de semilla,
y mi poncho de luz,
rayado de paisajes inabordables,
mi poncho de luz,
cubriendo los lomos doblados del viaje y
del hombre;
abarca las perspectivas
como una gran patagua blanca;
ignoro dónde comienzo
e
ignoro dónde concluyo,
y, sin embargo, yo estoy solo, yo estoy solo,
si,
yo estoy solo, como la altura, que es la voluntad
del abismo,
además, yo viajo conmigo, que también es otro,
pero yo hago el círculo de mi angustia,
alrededor de mi vacío,
y la soledad sale de mí y me envuelve
como la muerte, que sale del hombre,
o como la sombra, que va a la rastra, y agranda
el mundo;
aquí, yo sólo coloco a Igor, el pirata, ceñido de
corsarios normandos y escrito de puñaladas,
al capitán Kragh, arado de inscripciones rúnicas,
y a Gog, el innumerable y sus vikingos, Rhin
adentro, tan rubio, tan cristiano, tan justo,
asesinado sin malicia;
ahora, la borrachera atravesada de campanarios,
la escoba de la bruja Karungia y San Vito,
el viaje hacia la infancia, remontando la Edad
Media y la abracadabra y los sábados negros
en los navíos del whisky,
y el árbol de lágrimas, teñido con vinos marinos
y adivinanzas amarillas como calaveras,
aquel trigal, ¡oh!, aquel trigal alucinado y
dionisíaco
y toda la tierra empapelada de días domingo,
que parecen viejos pueblos muertos;
...ay!... ... ...
por cuanto asoma un viento prudente,
por lo tanto, agarro mi tristeza y voy a tocarla
a la otra esquina del cielo,
para que Dios me perdone la manera y el grito;
el hueso en donde,
yo parado en la perpendicular de mi lamento,
hora del pájaro sin comedia,
no comprendo, verdaderamente, ayer, todavía,
después,
atribulado, arrinconado,
como un bobo, o lo mismo que un capitán
de piratas oceánicos
atribuyo mis pasiones a la naturaleza...
Pablo de Rokha, “Satanás (1926)”, en Epopeya. Antología, ed. Carlos Droguett (Santiago: Penguin Random House Grupo Editorial, 2018), DIGITAL.