Disimulando

Roque Dalton

Los sepultureros de El Salvador siempre ejercen sus funciones en algún estado de ebriedad. En realidad no hay que extrañarse mucho de ello (El Salvador es un país muy serio), porque todos los hombres del mundo, cualquier que sea su oficio, ejercen sus funciones en algún estado de ebriedad. Yo me he querido referir especialmente a los sepultureros de El Salvador, porque lo peor que pudo haberme pasado en la infancia severa y doctoral, me pasó con dos de ellos. Resulta que cuando hubo de enterrarse a mi abuela, los sepultureros que nos acompañaron hasta junto la gran abertura negra para crearnos la convicción de nuestro deber, abrieron el ataúd —poco solemne en verdad— y empujándonos soezmente hasta hacernos caer en el fondo de la fosa a los demás deudos —doce personas en total, si no yerro— y a mí —que qué tenía que ver si solamente lograba conciencia sobre mi abuela cuando los demás chicos me decían "tú abuela" o "cabrón"— se fueron con el cadáver cantando y prometiéndose festejos nada recordables mientras la lluvia comenzaba a llenarnos la nueva habitación de donde sólo mi madre —no la notable, la sorda— saldría viva, además, por supuesto, de mí. Pero yo salí hace solamente media hora. No, no recuerdo el nombre de mi abuela.
 
 
Roque Dalton, Los testimonios (San Salvador: UCA Editores, 2008), 73.