Chalchuapa, El Salvador

Klaus Steinmetz

                                                       Él
 
Dos hombres 
con los torsos desnudos
se enseñan los cuchillos.
 
El salvatrucho quiere matarlo 
por ser un dieciocho.
 
El dieciocho quiere matarlo 
por ser un salvatrucho.
 
Por lo demás, 
ambos desayunaron lo mismo.
 
El más alto no es alto, 
ni es ágil el más ágil, 
ni morirá el que deba
sino el que pueda.
 
Les apasiona matar.
 
Es decir, 
la posibilidad de morir.
 
Los émbolos,
los fuelles del esfínter,
la cosquilla, 
el hormigueo:
 
la pasión de matar.
 
El éxtasis de morir 
a manos de otro.
 
La corona de espinas.
 
El aliento de una hiena
que endulza el aire.
 
Por lo demás 
este admira
los tatuajes de aquel.
 
Esquiva el filo y riposta, 
olfatea, 
se llena la boca de saliva 
y miedo
y contempla.
 
Admira la forma
en que el artista
rodeó los pezones.
 
Siente una brevísima 
urgencia de cubrirse,
una vergüenza incipiente.
 
En los pliegues de la axila 
la cabellera de una sirena 
se extiende
como movida
por una corriente del norte 
llena de peces extravagantes
y caracoles.
 
Avanza por el pectoral derecho, 
subiendo hasta la oreja
como una serpiente.
 
Él entrecierra los ojos
y huele el salitre: 
la fragancia de cargueros encallados 
donde habitan pulpos 
y huellas.
 
A pesar de su frontalidad,
el rostro de la sirena
no carece de volumen:
los labios enfatizados en rojo, 
resaltan sobre la cuarta costilla 
entreabiertos con tal delicadeza 
que decide buscarlos
con la punta del puñal.
 
Quiere su secreto.
 
Imagina la armonía 
de un ojal profundo
en el centro de esa boca.
 
Y recuerda a las prostitutas
del puerto de Acajutla. 
 
El otro aprovecha
su arrobamiento 
y le dibuja 
una diagonal en el vientre.
 
No es profunda
pero le permite descubrir 
que su verdugo 
posee las cualidades 
de un calígrafo japonés: 
la soltura budista en el trazo 
la cadencia en el movimiento 
que acaricia el aire.
 
Cuánto quisiera dejarse matar
por un hombre así.
 
Entregarle su piel, 
dejarla a merced suya.
 
Sentir que se extingue 
con cada nueva línea.
 
El arte es impunidad.
 
Imagina barcos en su torso, 
goletas, carabelas, 
corsarios matándose
y cayendo por la borda.
 
La admiración es una forma de amor.
 
También el homicidio
del objeto del deseo.
 
Adivina que el ímpetu del próximo ataque 
dejará al hermoso desbalanceado
por unos instantes.
 
Conoce la coreografía: 
se ha repetido mil veces
en callejuelas como esa.
 
Las mismas gárgolas de siempre
dan largas chupadas a los filos,
los tiemplan.
 
Lo penetrará
una mano más abajo
del plexo solar.
 
Se doblará 
con los ojos fuera de las órbitas 
no tanto por el dolor
como por la certeza 
de su muerte.
 
Se conocerán 
en ese instante.
 
Sabe que cuando apoye la frente 
contra su hombro, 
podría besarle la cabeza
empapada de sudor.
 
Pero cuando llega el momento
decide inclinarse
un poco más
y besarlo en el cuello
apenas antes 
de que se desvanezca.
 
Lo saborea
y siente 
el perfume barato
de la sirena 
contra la lengua.
 
 
Klaus Steinmetz, “Costa Rica”, en De ahí no más, poesia actual de Centroamérica y El Caribe, poesía / Nivel 2.0, ed. Juan Hernández (San José: Editorial Germinal y Ediciones VOX, 2014), 91-3.