Todos los viernes después del trabajo,
al apagar las luces de la escuela,
y ver el último aleteo del pequeño Pedrito
que en breve,
se dispara por la puerta como una bala de nueces y almendras,
me arrojo a la calle
y en un torbellino de buses,
que por las avenidas se interceptan de abrazos,
y los conductores que alegres
tejen niños
tejen palomas
tejen luciérnagas
me arrojan desde la ventana
y así van arrojando cuerpos como esporas que bañan los techos de la ciudad.
Me dispongo a caminar,
a rodar por las aceras
a rodar sobre cabezas y panzas
a persignarme mientras me arrastro sin puertos ni estaciones.
Los automotores se atascan con mis cabellos,
las bicicletas explotan en un mar de alientos
y salgo disparado como en lluvia de ásperas.
Alguien dirá que el profe tiene casa,
tiene hilos
o algún perrito que en ladridos
deshilache los aromas de la tarde.
Algunas casas no tienen puertas, ni ventanas,
ni mucho menos altares.
Algunas casas van desiertas
y en las noches
se abren como helechos
y cuelgan sus ojos y dientes.
Al fin llego.
Me desparramo sobre alguna cama,
un par de almohadas.
Alguien dirá que el profe tiene casa.
Los niños de la escuela me abrazan.
Yo solo quiero dormir.