Eleusis

Hegel

                                                    A Hölderlin (agosto 1796)
 
En torno a mí, dentro de mí la calma habita —los atareados
con su incansable ansia duermen, proporcionándome la libertad
y el ocio—, gracias a ti, liberadora mía,
¡oh noche! Con tu blanco cendal de neblina
cubre la luna la frontera incierta
de las lomas lejanas; amablemente me llama
la clara franja de aquél lago;
se aleja el recuerdo del tumulto monótono del día,
como si hubiera años de distancia entre él y el ahora.
Y tu imagen, querido, se presenta a mí; tu imagen
y el placer de los días que han huido, aunque pronto los borra
la dulce espera de volver a vernos…
Se me presenta la escena del abrazo
anhelado, fogoso; más tarde las preguntas, el interrogatorio
más profundo, recíproco,
tras cuanto en actitud, en expresión y carácter
el tiempo haya cambiado en el amigo… placer de la certeza
hallar más firme, más madura aún la lealtad de la vieja alianza,
alianza sin sellos ni promesas
de vivir solamente por la libre verdad y nunca, nunca,
en paz con el precepto que opiniones y afectos reglamenta.
Ahora con la inerte realidad pacta el deseo
que atravesando montes y ríos fácilmente hacia ti me llevó,
pero pronto un suspiro lanza su desacuerdo
y con él huye el sueño de dulces fantasías.
 
Mi vista hacia la eterna bóveda celestial se alza,
hacia vosotros, ¡astros radiantes de la noche!,
y el olvido de todo, deseos y esperanzas,
de vuestra eternidad fluye y desciende.
 
(El sentir se diluye en la contemplación;
lo que llamaba mío ya no existe;
hundo mi yo en lo inconmensurable,
soy en ello, todo soy, soy sólo ello.
Regresa el pensamiento, al que extraña
y asusta el infinito, y en su asombro no capta
esta visión en su profundidad.
La fantasía acerca a los sentidos lo eterno
y lo enlaza con formas)…
¡bienvenidos seáis,
oh elevados espíritus, altas sombras,
fuentes de perfección resplandecientes!
No me asusta… Yo siento que es mi patria también
el éter, el fervor, el brillo que os baña.
¡Que salten y abran ahora mismo las puertas de tu santuario,
oh Ceres que reinaste en Eleusis!
Borracho de entusiasmo captaría yo ahora
visiones de tu entorno,
comprendería tus revelaciones,
sabría interpretar de tus imágenes el sentido elevado,
oiría los himnos del banquete divino,
sus altos juicios y consejos…
 
Pero tu estruendo ha enmudecido, ¡oh Diosa!
Los dioses han huido de altares consagrados
y se han vuelto al Olimpo;
¡huyó del profano sepulcro de los hombres
de la inocencia el genio, que aquí les encantaba!…
Tus sabios sacerdotes callaron; de tus sagrados ritos
no llegó hasta nosotros tono alguno… En vano busca
el investigador, más por curiosidad que por amor,
a la sabiduría (tal hay en los que buscan y a Ti te menosprecian)…
 
¡Por dominarlas cavan en busca de palabras
que conserven la huella de tu excelso sentido!
¡En vano! Sólo atrapan polvo, polvo y ceniza
en las que no retorna nunca jamás tu vida.
¡Aunque lo inanimado y el moho las contentan
a los eternos muertos!…, ¡los muy sobrios!…, en balde…,
no hay señal de tus fiestas ni huella de tu imagen.
Era para tu hijo tan abundante en altas enseñanzas tu culto,
tan sagrada la hondura del sentimiento inexpresable,
que no creyó dignos de ellos secos signos.
Pues casi no era el pensamiento, aunque sí el alma,
que sin tiempo ni espacio, absorta en el pensar de lo infinito
se olvidó de sí misma y se despierta ahora de nuevo a la conciencia.
Pero quien de ello quiera hablar a otros,
aún con lengua de ángel, sentirá en las palabras su miseria.
Y le horroriza tanto haberlas empleado en empequeñecerlo
al pensar lo sagrado, que el habla le parece pecado
y en vivo se clausura así mismo la boca.
Lo que así el consagrado así mismo, una ley sabia
prohibió a los más pobres espíritus hacer saber
cuanto vieran, oyeran o sintieran en la noche sagrada:
para que a los mejores su estrépito abusivo
no molestara en su recogimiento ni en su hueco negocio de palabras
les llevara a enojarse con lo sagrado mismo, y para que éste
no fuera así arrojado entre inmundicias, para que nunca
se confiara a la memoria, ni tampoco
fuera juguete ni mercancía del sofista
vendida igual que un óbolo,
ni manto del farsante redicho, ni tampoco
férula del muchacho piadoso, y tan vacío
quedara al fin que solamente en un eco extrañas lenguas
siguieran conservando raíces de su vida.
Porque tus hijos, Diosa, no exhibieron
por calles y por plazas tu honor, sino que avaros
en el santuario de su pecho lo guardaban.
Por eso no vivías tú en su boca.
Te honraban con su vida. Aún vives en sus hechos.
¡También en esta noche te he escuchado, divinidad sagrada,
a ti, que me revelas a menudo la vida de tus hijos;
s ti, que yo presiento que a menudo eres el alma de sus hechos!
Eres el alto pensamiento, la fe sincera,
que una Deidad, aunque todo se hunda, nunca se desmorona.
 
 
G. W. F. Hegel, Escritos de Juventud (Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1978), 213-5.