La balada de la cárcel de Reading (4/6)

Oscar Wilde

No se abre la capilla el día
    en que cuelgan a un hombre;
el corazón del capellán está demasiado triste
    o su rostro demasiado macilento
o en sus ojos está escrito
    lo que nadie debería ver.
 
Por eso nos encerraron hasta casi el mediodía,
    pero después tocaron la campana
y los guardias haciendo tintinear las llaves
    abrieron cada celda vigilante
y por las escaleras de hierro descendimos
    cada uno desde su infierno particular.
 
Salimos al dulce aire de Dios,
    pero no como de costumbre,
porque la cara de uno estaba pálida de terror
    y la de otro, gris:
nunca vi a hombres tan tristes que miranse
    con tanto anhelo el día.
 
Nunca vi a hombres tan tristes que mirasen
    con tal anhelo en los ojos
ese pequeño dosel azul
    que los reclusos llamamos cielo,
y cada nube feliz que pasaba
    tan extrañamente libre.
 
Pero algunos de nosotros
    caminan cabizbajos
y sabían que si todos recibieran su merecido,
    ellos habrían tenido que morir en su lugar
porque él solo había matado algo vivo
    mientras que ellos habían matado lo muerto.
 
Porque quien peca por segunda vez
    despierta al dolor a un alma muerta
y la arranca de su machado sudario
    para hacer que sangre de nuevo,
y hacer que derrame grandes gotas de sangre
    y hacer que sangre en vano.
 
                           *****
 
Como monos o payasos con ridículos disfraces
    estampados con flechas torcidas
en silencio dábamos vueltas y más vueltas
    por el resbaladizo asfalto del patio;
en silencio dábamos vueltas y más vueltas
    y nadie decía ni palabra.
 
En silencio dábamos vueltas y más vueltas
    y en cada mente hueca
el recuerdo de cosas espantosas
    pasaba como un terrible viento
y ante cada hombre el horror acechaba
    y el terror reptaba tras ellos.
 
                           ** * **
 
Los guardianes se pavoneaban arriba y abajo
    y vigilaban su manada de bestias,
con sus uniformes impolutos,
    pues llevaban la ropa del domingo,
pero nosotros conocíamos el trabajo cumplido
    por la cal viva de sus botas.
 
Pues donde una tumba se había abierto ancha
    no quedaba ni rastro de tumba,
solamente una franja de arena y barro
    junto al espantoso muro de la cárcel
y un montoncito de cal ardiente
    para que el hombre tuviera su sudario.
 
Porque este desdichado tiene un sudario
    del que pocos hombres pueden presumir:
en lo más profundo, bajo el patio de una cárcel,
    desnudo para mayor infamia,
yace, con grilletes en los pies,
    envuelto en una sábana de fuego.
 
Y mientras tanto la cal ardiente
    devora carne y huesos;
devora por la noche los huesos quebradizos
    y por el día la carne tierna;
devora carne y huesos alternativamente,
    pero devora sin cesar el corazón.
 
                           ** * **
 
Durante tres largos años no sembrarán,
    ni cavarán ni plantarán allí;
durante tres largos años el maldito lugar
    será estéril y baldío
y mirará al cielo interrogante
    con mirada comprensiva.
 
Creen que el corazón de un asesino corromperá
    cada simple semilla que se plante.
¡No es verdad! La generosa tierra de Dios
    es más generosa de lo que creen los hombres
y hace que la rosa roja más roja resplandezca
    y la rosa blanca más blanca crezca.
 
¡De su boca una roja rosa roja!
    ¡De su corazón, una blanca!
¿Quién puede decir de qué extraña manera
    Cristo hace cumplir su voluntad,
después de que el seco cayado que el peregrino llevaba
    floreciera ante los ojos del gran Papa?
 
Ni una rosa blanca como la leche ni una roja
    pueden florecer en el aire de la prisión;
cascos, piedra y pedernal
    es lo que este lugar ofrece
porque se sabe que las flores sanan
    la desesperación de cualquier hombre.
 
Por eso ni la rosa roja como el vino ni la blanca
    caerán jamás pétalo a pétalo
en esa franja de barro y arena que se extiende
    junto al espantoso muro de la prisión,
para decirle a los hombres que pisen el patio
    que el Hijo de Dios murió por todos.
 
Aunque el espantoso muro de la prisión
    todavía lo rodea;
aunque un espíritu no puede andar de noche
    si está atado con grilletes
y solo puede llorar el espíritu que yace
    en tan indecoroso suelo,
 
él está en paz –este hombre miserable–,
    en paz, o pronto lo estará.
Nada hay que lo enloquezca
    ni el terror se pasea al mediodía
porque la tierra oscura en la que yace
    no tiene sol ni luna.
 
Lo colgaron como se cuelga a una bestia;
    ni siquiera entonaron
el réquiem que podría haber llevado
    paz a su espíritu maltrecho:
apresuradamente lo sacaron
    y lo escondieron en un agujero.
 
Los guardianes lo despojaron de sus ropas
    y lo entregaron a las moscas;
se burlaron de la amoratada garganta hinchada
    y de la severa mirada fija,
y con risotadas liaron el sudario
    en el que descansa el convicto.
 
El capellán no se arrodilló a rezar
    ante la deshonrosa tumba
ni hizo la señal con esa santa Cruz
    que Cristo dio a los pecadores,
porque aquel hombre era uno de aquellos
    los que Cristo vino a salvar.
 
Aun así, todo está bien; tan solo ha cruzado
    los establecidos confines de la vida;
lágrimas ajenas llenarán para él
    la urna de la piedad, hace tiempo rota,
porque aquellos que lloren por él serán los parias
    y los parias siempre lloran.
 
 
Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading (Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, 2017), 49-57.