No se abre la capilla el día
en que cuelgan a un hombre;
el corazón del capellán está demasiado triste
o su rostro demasiado macilento
o en sus ojos está escrito
lo que nadie debería ver.
Por eso nos encerraron hasta casi el mediodía,
pero después tocaron la campana
y los guardias haciendo tintinear las llaves
abrieron cada celda vigilante
y por las escaleras de hierro descendimos
cada uno desde su infierno particular.
Salimos al dulce aire de Dios,
pero no como de costumbre,
porque la cara de uno estaba pálida de terror
y la de otro, gris:
nunca vi a hombres tan tristes que miranse
con tanto anhelo el día.
Nunca vi a hombres tan tristes que mirasen
con tal anhelo en los ojos
ese pequeño dosel azul
que los reclusos llamamos cielo,
y cada nube feliz que pasaba
tan extrañamente libre.
Pero algunos de nosotros
caminan cabizbajos
y sabían que si todos recibieran su merecido,
ellos habrían tenido que morir en su lugar
porque él solo había matado algo vivo
mientras que ellos habían matado lo muerto.
Porque quien peca por segunda vez
despierta al dolor a un alma muerta
y la arranca de su machado sudario
para hacer que sangre de nuevo,
y hacer que derrame grandes gotas de sangre
y hacer que sangre en vano.
*****
Como monos o payasos con ridículos disfraces
estampados con flechas torcidas
en silencio dábamos vueltas y más vueltas
por el resbaladizo asfalto del patio;
en silencio dábamos vueltas y más vueltas
y nadie decía ni palabra.
En silencio dábamos vueltas y más vueltas
y en cada mente hueca
el recuerdo de cosas espantosas
pasaba como un terrible viento
y ante cada hombre el horror acechaba
y el terror reptaba tras ellos.
** * **
Los guardianes se pavoneaban arriba y abajo
y vigilaban su manada de bestias,
con sus uniformes impolutos,
pues llevaban la ropa del domingo,
pero nosotros conocíamos el trabajo cumplido
por la cal viva de sus botas.
Pues donde una tumba se había abierto ancha
no quedaba ni rastro de tumba,
solamente una franja de arena y barro
junto al espantoso muro de la cárcel
y un montoncito de cal ardiente
para que el hombre tuviera su sudario.
Porque este desdichado tiene un sudario
del que pocos hombres pueden presumir:
en lo más profundo, bajo el patio de una cárcel,
desnudo para mayor infamia,
yace, con grilletes en los pies,
envuelto en una sábana de fuego.
Y mientras tanto la cal ardiente
devora carne y huesos;
devora por la noche los huesos quebradizos
y por el día la carne tierna;
devora carne y huesos alternativamente,
pero devora sin cesar el corazón.
** * **
Durante tres largos años no sembrarán,
ni cavarán ni plantarán allí;
durante tres largos años el maldito lugar
será estéril y baldío
y mirará al cielo interrogante
con mirada comprensiva.
Creen que el corazón de un asesino corromperá
cada simple semilla que se plante.
¡No es verdad! La generosa tierra de Dios
es más generosa de lo que creen los hombres
y hace que la rosa roja más roja resplandezca
y la rosa blanca más blanca crezca.
¡De su boca una roja rosa roja!
¡De su corazón, una blanca!
¿Quién puede decir de qué extraña manera
Cristo hace cumplir su voluntad,
después de que el seco cayado que el peregrino llevaba
floreciera ante los ojos del gran Papa?
Ni una rosa blanca como la leche ni una roja
pueden florecer en el aire de la prisión;
cascos, piedra y pedernal
es lo que este lugar ofrece
porque se sabe que las flores sanan
la desesperación de cualquier hombre.
Por eso ni la rosa roja como el vino ni la blanca
caerán jamás pétalo a pétalo
en esa franja de barro y arena que se extiende
junto al espantoso muro de la prisión,
para decirle a los hombres que pisen el patio
que el Hijo de Dios murió por todos.
Aunque el espantoso muro de la prisión
todavía lo rodea;
aunque un espíritu no puede andar de noche
si está atado con grilletes
y solo puede llorar el espíritu que yace
en tan indecoroso suelo,
él está en paz –este hombre miserable–,
en paz, o pronto lo estará.
Nada hay que lo enloquezca
ni el terror se pasea al mediodía
porque la tierra oscura en la que yace
no tiene sol ni luna.
Lo colgaron como se cuelga a una bestia;
ni siquiera entonaron
el réquiem que podría haber llevado
paz a su espíritu maltrecho:
apresuradamente lo sacaron
y lo escondieron en un agujero.
Los guardianes lo despojaron de sus ropas
y lo entregaron a las moscas;
se burlaron de la amoratada garganta hinchada
y de la severa mirada fija,
y con risotadas liaron el sudario
en el que descansa el convicto.
El capellán no se arrodilló a rezar
ante la deshonrosa tumba
ni hizo la señal con esa santa Cruz
que Cristo dio a los pecadores,
porque aquel hombre era uno de aquellos
los que Cristo vino a salvar.
Aun así, todo está bien; tan solo ha cruzado
los establecidos confines de la vida;
lágrimas ajenas llenarán para él
la urna de la piedad, hace tiempo rota,
porque aquellos que lloren por él serán los parias
y los parias siempre lloran.
Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading (Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, 2017), 49-57.