No sé si las leyes son justas
o son injustas.
Quien yace en una cárcel únicamente sabe
que sus muros son inexorables
y cada día es como un año,
un año de días largos.
Pero estoy seguro de que toda ley
que los hombres han hecho para el hombre,
desde que el primero arrebató la vida de su hermano
y el mundo de la tristeza empezó,
no hace sino aventar el grano y retener la paja
con un perverso cedazo.
Y también sé –y ojalá
todos lo supieran–
que cada prisión que el hombre construye
con ladrillos de vergüenza se construye
y rodeada de barrotes, no sea que Cristo vea
cómo los hombres a sus hermanos maltratan.
Con barrotes empañan la gracia de la luna
y ciegan al sol benefactor:
hacen bien en ocultar su infierno
porque en él se hacen cosas
que ni el hijo de Dios ni el hijo del hombre
jamás deberían ver.
** * **
Las hazañas más viles como hierbas venenosas
florecen bien en el aire de la prisión;
solo lo mejor del hombre
se marchita y agosta allí;
la pálida angustia guarda la pesada puerta
y el carcelero es la desesperación.
Porque matan de hambre al niño asustado
hasta que de día y de noche no para de llorar;
y hostigan al débil y azotan al loco
y se mofan del viejo canoso
y unos enloquecen y todos se envilecen
y nadie ni palabra puede decir.
Casa estrecha celda en la que habitamos
es una inmunda y oscura letrina
y el fétido aliento de la muerte viva
obstruye casa enrejada mirilla,
y todo, salvo la lujuria, se torna polvo
en esta trituradora de humanidad.
El agua salobre que bebemos
corre con fango repulsivo;
el amargo pan que pesan en balanzas
está lleno de cal y greda,
y el sueño no se duerme sino que camina
con mirada frenética clamando al tiempo.
** * **
Pero aunque el hambre escuálida y la pálida sed
como áspid y víbora luchen,
a nosotros no nos preocupa el rancho de la cárcel
pues lo que hiela y por completo mata
es la piedra que de día uno levanta
y de noche se convierte en el propio corazón.
Siempre con la medianoche dentro del corazón
el crepúsculo en la propia celda,
hacemos girar la manivela o rasgamos la cuerda,
cada uno en su infierno particular,
y el silencio es mucho más temible
que el sonido de una campana de bronce.
Jamás una voz humana se acerca
para decir una palabra amable;
la mirada a través de la puerta
es dura e implacable;
olvidados de todos, nos pudrimos y pudrimos
heridos en cuerpo y alma.
Y así enmohecerse la férrea cadena de la vida,
degradados y solos:
unos hombres juran y otros hombres lloran;
algunos no lanzan ni una queja,
pero las leyes eternas de Dios son clementes
y rompen el corazón de piedra.
Y cada corazón humano que se rompe
en la celda o el patio de la prisión
es como la caja rota que entregó
sus tesoros al Señor
y llenó la sucia casa del leproso
con el olor del nardo más valioso.
¡Ah! ¡Felices aquellos cuyo corazón puede romperse
y lograr la paz del perdón!
Si no, ¿cómo puede el hombre llevar a cabo su plan
y limpiar su alma de pecado?
Si no es a través de un corazón roto
¿cómo puede nuestro Señor Jesucristo entrar?
** * **
Y él, el de la amoratada garganta hinchada
y la severa mirada fija
espera las manos santas que llevaron
al ladrón al Paraíso;
pues un corazón roto y contrito
no despreciará el Señor.
El hombre de rojo que lee la Ley
le dio tres semanas de vida,
tres breves semanas en las que curar
su alma de la lucha de su alma
y limpiar toda mancha de sangre
de la mano que sostuvo el cuchillo.
Y con lágrimas de sangre limpió su mano,
la mano que sostuvo el acero,
pues solo la sangre puede limpiar la sangre
y solo las lágrimas pueden curar;
y la mancha escarlata de Caín
se convirtió en el níveo sello de Cristo.
Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading (Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, 2017), 59-65.