El tal Paco, no era otra cosa
que un maldito malviviente.
Todos los días
se tiraba al sol
diciendo ser
el excremento de los vecinos
se comía las matas de chile dulce,
las galletas del perro
y el cereal del desayuno;
se tomaba la cerveza del refrigerador,
le escondía las gafas a mi madre
deseoso
de que se tropezara en la escalera
y le vendía las alhajas
para comprar marihuana.
A Carolina
le robaba el maquillaje
para imitar a Gene Simmons
mientras decía
que el rock era una mierda,
abusaba de las muñecas Barbie
que quedaban en la alfombra
y a punta de engaños
incitaba al perro
a comer veneno para ratas,
luego se metía en su casa
a ver pornografía,
le mordía los talones al cartero
y le desinflaba la bicicleta,
cada vez que aparecía,
le escupía en los pies a mi abuela,
trataba de zorra a mi vecina de enfrente
y me arrojaba los cigarrillos al inodoro.
Nunca se cansó
de llamar imbécil a mi primo
por tener Síndrome de Down
y le gritaba cochinadas a mi novia.
De esto no había ninguna duda
él era la vergüenza de la familia
y aunque sé
que nunca fui afín a los asuntos religiosos
no hubo una noche
en que no rezara un rosario,
esperando que por fin
amaneciera muerto
ese hijo de puta.
Potenzoni, Filosofía del despecho (San José: Ediciones Espiral, 2013), 95-6.