Un miedo amado y dulce
me abre ojos absurdos en los huesos.
Con este miedo voy a la ciudad,
hurgo mi pensamiento,
recorro las aceras de la angustia
y el silencio nefasto de las noches sin viento.
Con este miedo voy, llego hasta Dios, lo pongo
sobre sus ojos de aire y de nada -¡Esos ojos
que comienzan en ninguna pestaña
y que no finalizan en ningún sufrimiento!
Tengo miedo de ser únicamente
este nido de huesos,
palabras voluptuosas,
resquemores coléricos.
Este animal amado que me huele
a tierra funeral.
Y me da miedo
imaginar que soy un animal divino,
que tenga que aguantar un corazón eterno,
y buscar paz y paz y hallar tan solo
un trabajo sangriento.
Me dan miedo las cosas mojadas de vida,
las futuras rebeliones en sus fetos
y me asustan los ojos de mis antepasados
cuando chasquean en los retratos muertos.
Me da miedo la paz, la amarga paz,
densa y abominable como un crimen secreto,
la paz que deja huir asesinatos,
la paz que arraiga como musgo enfermo
sobre cohetes, cañones, muertos, fusilamientos.
Me da miedo sentir y no sentir, y ser
y no saber si el alma
es pozo de nutricios excrementos
o una llama blanquísima que inundará las nubes
y las hará brillar como tubos eléctricos.
Es este un miedo duro,
una fiel cicatriz que me empieza en la piel
y termina en mis huesos,
un miedo que camina y no se mueve,
un miedo que comienza donde no hay comienzos.
En: Jorge Boccanera y Saúl Ibargoyen, Poesía Comtemporánea de América Latina (México: Editores Mexicanos Unidos S.A., 1998), 73-74.