Viaje en el bus del pantano a las 5 a.m.

Laverne

El truco inicial de la irreverencia falsa multicolor,
derretido en su color verde colgando de los cuellos,
es como el arrimado pesar que se esconde en lo feo,
en el lugar preciso donde está el infinito –llorando lo inevitable,
dónde salen preguntas volátiles en el reflejo del espejo
de un alma “libre” dormida en la desesperación de un mañana
                                                                                     metafísico,
sentado en un banco o un gran sillón, un sábado
                                                       de trabajo intelectual
                                                       con un café de buena calidad,
                                                    y un libro lleno de mentiras y muertes.
 
Comiéndose las entrañas de las derrotas pasadas,
queriendo arrugar las tristezas con un grito, para salir,
saltando del pie más oscuro y pesado, mientras se abre la puerta,
–rompiendo los candados de la vergüenza con un giro–
queriendo vivir sin la piel azul en la parada desolada,
para dar un golpe de nube cuando entré al bus y no caer
en las contradicciones del capitalismo que une a las clases
en un trayecto laboral o de decadencia de los hijos de la finura
                                                                                       intelectual.
 
También tomé ese bus.
 
Sentado entre las inocentes almas de la borrachera,
oliendo punto creppy entre sus sueños de madrugada
                                                                    distorsionada,
oliendo el tufo de la alegría de los bailes y los besos
                                                                  del falso amor,
está el obrero sentado con vista hacia el reflejo
                                           de las tensiones bancarias,
y las ilusiones fallidas de la enajenación
                                           del trabajo diario,
y los deseos de sus amores pequeños
o de la casa cansada de las entrañas
    sufridas del calvario de una madre
      esclavizada en los gozes de los ricos,
         humillada en cada pago semanal,
          de un trabajo aún menos retribuido.
 
Junto a la colonia barata del pequeño mundo de las obreras,
me vi a mi mismo dormido en un oscuro pantano,
perdido en preguntas, pensamientos sin letras humanas,
teniendo visiones con esos ojos de repetición mañanera,
en medio de los hijos rebeldes de la pequeña burguesía
                                      con sus pañuelos y gritos voluntaristas
                                  de la liberación de sus pequeñas demandas inútiles,
mientras miran con desprecio, las vidas enajenadas
                                        de los apóstoles de la liberación…
por no ser inclusivos en su hablar…
por escuchar el reggaetón
          de la autohumillación
       que acompaña todos sus viajes,
o por verlas asistir a sus conservadoras
                 desesperanzas ramakeshanas
                               de infinitos domingos
  dónde, además,
       son robadas
         por un Dios
       que pide la salvación
       en los billetes de los deseos
                                de la pulcridad…
 
Hoy todos los países gritan,
pero el veneno de estos gritos falsos,
–de los pañuelos o de las banderas–
crean el odio en los barrios,
aparecen las batallas en las familias
     que suben a todos los buses a escuchar
      las bombas de los hijos de los pantanos,
imponiendo la letra y la humillación de sus dioses,
como si con la voluntad nacionalista,
                    los sindicatos o los parlamentos,
                       pudieran unir la esperanza mundial.
 
El bus llega al final de la contradicción,
cae en lo profundo de un fango,
los tapis de los hijos finos
toman el rumbo de la ciudad
                        hacia las protestas
                   contra cualquier medida
                         pequeño burguesa,
caminan sobre los pies
     de los tristes enajenados,
– ni los vuelven a ver – 
mientras llegan a todas las manifestaciones
        rompiendo la identidad del sufrimiento,
        rompiendo los hilos de la emancipación...
 
Todo esto en su nombre.
 
Las obreras están cansadas en las fábricas,
                     y en las casas de los ricos,
     donde llegan los pañuelos y las banderas a vivir.
 
Yo, cansado del hedor del color verde,
    roto en la soledad de la guerra casi
      perdida de la izquierda del capital,
camino en los caminos de la soledad
    pensando en los días donde los topos
             saldrán de las alcantarillas,
como la flor que nace en el pantano,
confiando en que esta división
llegará a su fin cuando los barrios
    bailen al son del reggaetón
                    de la emancipación,
mientras los consejos de los barrios,
   encienden y denuncian
 las falsas luchas de los apóstoles
      pipis de la desesperación.