In Memoriam
C.T.W.[1]
Antiguo soldado de la Guardia Real Montada,
muerto en la cárcel de Su Majestad, Reading,
Berkshire, el 7 de julio de 1896
por C.3.3[2]
1
Él no viste su abrigo escarlata,
porque roja es la sangre y el vino,
y sangre y vino tenía en las manos
cuando lo hallaron junto al cadáver
de la pobre mujer muerta a la que amó
y asesinó en su lecho.
Caminaba entre otros presos
con un andrajoso traje gris
y una gorrilla en la cabeza;
y aunque su paso parecía alegre y ligero
nunca he visto a un hombre que mirase
con más anhelo el día.
Nunca vi a un hombre que mirase
con tal anhelo en los ojos
ese pequeño dosel azul
que los reclusos llamamos cielo
y cada nube a la deriva que cruzaba
con sus velas plateadas.
Yo caminaba en otro círculo de presos,
junto a otras almas en pena,
preguntándome si el delito de aquel hombre
sería grave o leve,
cuando una voz tras de mí susurró:
«A ese tipo lo van a colgar».
¡Dios bendito! Hasta los muros de la prisión
parecieron tambalearse de repente,
y el cielo sobre mi cabeza se convirtió en
un casco de acero candente;
y aunque yo era un alma en pena
mi pena no podía sentir.
Tan solo comprendí cómo el pensamiento obsesivo
aceleraba su paso y por qué
miraba el día deslumbrante
con tanto anhelo en sus ojos;
aquel hombre había matado lo que amaba
y por eso debía morir.
** * **
Y aun así cada hombre mata lo que ama,
¡sépanlo todos!
Unos, con una mirada cruel;
otros, con palabras zalameras;
el cobarde, con un beso;
el valiente, con la espada.
Algunos matan su amor cuando son jóvenes
y otros, cuando son viejos;
algunos lo estrangulan con manos de lujuria;
otros, con las del oro;
los más amables con un cuchillo, porque
así los muertos pronto quedan yertos.
Aman muy poco los unos, los otros demasiado tiempo;
unos venden, otros compran;
comete unos su hazaña deshechos en llanto,
y otros sin un suspiro:
cada hombre mata lo que ama,
pero no cada hombre muere por ello.
No muere una muerte vergonzosa
un día de negra infamia,
con un dogal al cuello
la cara cubierta con un trapo,
ni el suelo se abre a sus pies
para caer al vacío.
No se sienta junto a hombres silenciosos
que noche y día lo vigilan:
cuando intenta llorar
y cuando intenta rezar;
lo vigilan para que no robe
su presa a la prisión.
No despierta al alba para ver
su celda atestada de horribles personajes:
el tembloroso capellán de blanco,
el severo y abatido alguacil
y el director, ambos de negro brillante
con macilento rostro de condena.
No se levanta con desganada prisa
para ponerse ropa de convicto
mientras un médico de boca de rana se regodea
y apunta cada nueva postura crispada
mientras sostiene un reloj cuyo débil tictac
es un terrible martillazo.
No conoce esa sed asquerosa
que lija la garganta antes que
el verdugo con sus guantes de jardinero
cruce la puerta acolchada
y le ate con tres correas de cuero
para que la garganta no sienta sed jamás.
No inclina la cabeza para escuchar
el Oficio de Difuntos;
ni, mientras su espíritu aterrado
le dice que no está muerto,
cruza ante su propio féretro, al dirigirse
al infame cobertizo.
No se queda mirando el aire
a través de un tejadillo de cristal;
ni implora con labios arcillosos
que su agonía pase;
ni siente en su mejilla temblorosa
el beso de Caifás.
[1]: Charles Thomas Wooldridge.
[2]: Oscar Wilde.
Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading (Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, 2017), 17-27.